Con la pandemia, el virus del hambre arrasa Brasil

Con su negacionismo sobre la pandemia y la ineficacia de su gobierno para contener el terrible impacto económico en la sociedad brasileña, el presidente Jair Bolsonaro no sólo ha colocado a su país entre los que más muertes ha provocado el nuevo coronavirus; también lo ha devuelto a los tiempos del hambre. Las organizaciones que distribuyen alimentos a la gente sin techo -que hay cada vez más- ahora se encuentran con escenas inéditas: las de familias bien vestidas y con perro que, apenados, también requieren ese apoyo de sobrevivencia.

RÍO DE JANEIRO, Brasil.- Un grupo de uniformados con camisas rojas se aproxima a una acera larga y cubierta por una marquesina. Es el hogar precario y temporario de docenas de personas que allí duermen, se despiertan, piden dinero y simplemente esperan. Algunos levantan las manos cuando ven llegar a los uniformados: saben que les llevan comida. Hay familias con niños, mujeres y hombres solos.

Sentada sobre un paño florido, con una biblia a su lado, Gessilda Oliveira rechaza la comida porque antes otro grupo que distribuye alimentos para la gente sin hogar le acaba de dar algo. Son muchos los necesitados en las calles del centro de Río de Janeiro así que cuando unos ya comieron suelen decirlo para que quienes no han probado bocado puedan recibir su porción. Lo que sí acepta Gessilda es un vaso con agua.

La mujer trabajó durante 18 años en el hospital Souza Aguiar -uno de los más grandes de la ciudad- pero sin contrato. Vivía en una habitación cuya renta costaba 60 reales (11 dólares) por día. Pero un día no pudo seguir trabajando porque enfermó de COVID-19. Sin ningún derecho ni ayuda económica que pudiera reclamar al hospital donde trabajaba, fue como si de pronto hubieran desaparecido casi dos décadas de esfuerzo.

“Trabajaba como cuidadora, pero siempre freelance. El año pasado me enfermé y me quedé sin sueldo para poder pagar mi habitación. Me internaron por tres semanas en una unidad de cuidados de emergencia”, relata a Underground.

Muchos de esos servicios médicos (conocidos como UPA) se han convertido de improviso en centros de hospitalización de pacientes con COVID-19, pues las clínicas de Río ya están a su máxima capacidad. Con la gravedad de la pandemia, los enfermos graves que no disponen de ninguna atención médica se acumulan. El 22 de abril, por ejemplo, 395 personas con COVID-19 esperaban desesperadamente obtener un lugar en los hospitales ya saturados de la ciudad.

“Cuando salí de la UPA había perdido muchos kilos. Fui llevada a un albergue de la municipalidad, pero era caótico. Desde hace tres meses estoy en la calle”, cuenta Gessilda. Cuando se le pregunta su edad, ella piensa un poco y responde que nació el 12 de agosto de 1958, como si no se acordara que completó 62 años durante la pandemia.

Gessilda va a dejar la acera bajo la marquesina y buscará un nuevo sitio dónde pasar la noche. El calor del otoño tropical le empieza a incomodar. No sabe en dónde dormirá, ni si comerá más tarde.

La única certeza de su vida en este momento la tiene los jueves, cuando participa en un coro de música para personas sin domicilio fijo en el Museo del Mañana (Museu do Amanhã), una institución de ciencias que, ironías de la vida, aborda los desafíos de la humanidad en el futuro, como es el caso de las pandemias.

El museo es un edificio monumental del español Santiago Calatrava, construido como parte del programa de recuperación de la zona portuaria de Río un año antes de las Olimpiadas de 2016. En ese fastuoso recinto Gessilda y otras personas sin hogar cantan y reciben comida en el patio del museo, que si no fuera por ellos estaría desierto.

“Sólo dios podrá ayudarnos”

El grupo de ocho personas con camisetas rojas sigue repartiendo comida por el barrio de Gloria, deteniéndose cada pocos metros por la gran cantidad de gente sin techo que tiene hambre. En las camisetas se lee “Tropa”, palabra que en Brasil remite inmediatamente a la policía, como la Tropa de Élite que protagoniza esa famosa película.

En este caso, sin embargo, es la manera corta de referirse a la “Tropa de la Solidaridad”, un colectivo informal creado por el rapero Shackal al inicio de la pandemia con el fin de distribuir y cocinar alimentos para la gente pobre. Todos los sábados, equipos de voluntarios preparan 200 fiambreras (recipientes) de comida en la cocina de un centro cultural en Lapa, uno de los principales barrios bohemios de la capital.

De acuerdo con una investigación recién publicada por el grupo Comida para la Justicia – basado en el Instituto de Estudios Latino-Americanos de la Universidad Libre de Berlín –, 59 por ciento de la población brasileña ha sufrido algún impacto en su alimentación durante la crisis sanitaria.

Brasil, con la pandemia regresó el hambre.

El estudio arrojó que 125 millones de brasileños comieron menos o se les presentó la posibilidad de que faltara comida. Pero para casi 32 millones de personas ese impacto fue tan grave que simplemente dejaron de comer. Sufrieron hambre.

Después de dos semanas de cierre impuesto por el ayuntamiento y las protestas de los dueños de los comercios, algunos restaurantes y tiendas han vuelto a abrir en el barrio de Lapa. Ciertas restricciones de horario fueron mantenidas, pero los tribunales las han prohibido en Río.

En Brasil nunca hubo un confinamiento nacional como en prácticamente todos los países del mundo, ni siquiera porque el promedio de muertes diarias por COVID-19 alcanza las dos mil 800, casi el triple que el pico de 2020. El presidente Jair Bolsonaro se aferra a negar la peligrosidad de la pandemia, se opone al aislamiento social y hasta hoy defiende el uso de medicamentos ineficaces contra el coronavirus.

Shackal, de 46 años, parece conocer a todos en Lapa. Saluda a la gente en la calle y a los dueños de los restaurantes. Uno de ellos lo ayuda a financiar la campaña. El rapero acudía a su restaurante cuando vivía en Los Arcos, una zona turística de ese barrio.

Reparto de alimento a los Sin techo.

En el mundo de antes del coronavirus, cualquier sábado por la tarde se veían vendedores montando sus tiendas en los Arcos; vendían bebida y comida por la noche y se juntaban centenas de personas en las calles. Pero ahora sólo quedan los que no tienen a dónde irse. Lapa, explica Shackal, “era una madre para los sin techo, para quien tenía hambre”, porque siempre había alguien a quien pedir; ahora ya casi no hay nadie ahí.

Narra el rapero: “Cuando empezó la pandemia yo tenía casa, ocupación, el refrigerador lleno, internet. Pero otros no. Conseguí entonces alimentos. Decidí preparar comida en la cocina de un hostal cerrado y distribuirla. Cuando vi la fila de 200 personas debajo de los Arcos de Lapa, me di cuenta que no sólo había personas que vivían en la calle, también había residentes del barrio. Muchos habían perdido el empleo y ya no podían pagar el alquiler. Ellos llegaron con vergüenza a pedir comida”.

Actualmente la “Tropa de Solidaridad” recibe donaciones a través de campañas por internet. En la primera acción participó Edileuza dos Santos. Ella trabajaba vendiendo fiambreras con comida a los vendedores de la calle y de los quioscos en Lapa, donde vive. Pero los pocos que todavía trabajan allí ahora traen su propia comida o compran solamente cuando alcanzan a vender algo. Edileuza perdió ingresos y no sólo tuvo que cambiar los ingredientes de lo que vendía, sino su propia alimentación y la de su familia.

“Hoy solamente cociné arroz y frijol. Ya no compro carne y ahora siempre voy al mercado a las dos de la tarde, cuando hay productos más baratos o las sobras. Los precios subieron bastante: un tanque de gas cuesta 100 reales (poco más de 18 dólares) y dura apenas dos semanas o máximo 20 días. Recibimos donaciones, pero tenemos que comprar pañales o leche”, comenta a este medio Edileuza, quien vive con uno de sus dos hijos, la esposa y una nieta de pocos meses.

El año pasado, Edileuza y su familia sobrevivieron con la ayuda de emergencia del gobierno. Como única responsable de la familia, recibía mil 200 reales (217 dólares) cada mes. Pero con la subida de los precios, el valor de ese monto cayó a la mitad en los tres últimos meses de 2020. El programa social gubernamental terminó y ella tuvo que comenzar a limpiar casas o a trabajar en “lo que aparezca”.

Después de tres meses sin ofrecer auxilio financiero a la población, el gobierno ha vuelto a distribuirlo este mes de abril, pero en montos mucho más bajos (entre 27 y 68 dólares por mes). La previsión es que no dure más de cuatro meses. Mientras tanto, la pandemia no da señales de terminar. Brasil ya superó la terrible cifra de más de 380 mil muertes por Covid-19, además de que no hay vacunas suficientes y el ritmo para aplicar las que hay es lento.

“No puedo vivir sin esa ayuda. No tenemos dinero guardado como los empresarios”, dice Edileuza, que, como muchos brasileños, ha fijado su destino en la religión para tener alguna esperanza. “Mi Dios es grande. Sólo él podrá ayudarnos para seguir adelante”.

El estudio de Comida para la Justicia señala que mujeres como ella -que son las únicas cabezas de familia- fueron las más afectadas por la pandemia, junto con la población negra, lo que indica una intensificación de las desigualdades sociales en el país.

Carlos Henrique dos Santos, tiene 46 años y vive con su esposa y sus tres hijos. Pertenece a la comunidad negra y trabajó 18 años produciendo prótesis dentales para una empresa que ya estaba en crisis antes de la pandemia y que tuvo que cerrar. El año pasado vivió con la ayuda del gobierno -que primero fue de 108 dólares y luego de la mitad- y el pequeño sueldo de su mujer. Hizo servicios de seguridad privada y a veces consiguió hacer trabajos en su especialidad, pero sabe que no será fácil aun después de la pandemia.

“No tengo perspectiva de volver al trabajo porque la situación económica ya era mala antes. La pandemia sólo ha dejado todo peor”, dice.

Santos y su familia tuvieron que cambiar de casa y bajaron la calidad de los productos que consumen. Lo mismo pasó con Anderson Silva, de 43 años e integrante de la misma comunidad. Él perdió su trabajo en una crepería que también tuvo que cerrar. Hizo algunos trabajos de pintura y carpintería. Finalmente se vio obligado a vivir en otro barrio con su mujer y sus dos hijos de 4 y 8 años. “Ya no compro frutas”, confiesa; “a veces lo único que hay de comer es salchicha y galletas”.

Además de recibir alimentos de la “Tropa de Solidaridad”, Santos y Silva ayudan en la cocina todos los sábados. Después de prepararla, la comida (brócoli, berenjena, zanahoria, arroz, frijol y farofa, un acompañamiento a base de harina de mandioca) es repartida en recipientes desechables. La comida es comprada a pequeños agricultores de alimentos ecológicos, lo que es de agradecer en un país en el que el uso de pesticidas es uno de los más altos del mundo.

Silva no se resigna: “Acciones como esa son muy importantes ahora, pero no terminarán si no hay una política de gobierno activa. Lo que vemos ahora es pura necropolítica (el uso del poder para definir la vida y la muerte)”.

Familias con perro

Los voluntarios con las camisetas rojas cruzan el alcantarillado al aire libre y de inmediato son seguidos por las personas sin techo. Y también por gente bien vestida que probablemente tiene una casa pero que fue afectada por la inacción del Estado.

“Hoy en día veo a familias blancas con perro pidiendo dinero en la calle. Es horrible hacer comparaciones, pero en Brasil esa realidad muestra el tamaño del problema. Es gente que no veía cuando vivía en la calle”, dice Shackal, que es afrodescendiente.

El recrudecimiento de la pobreza se ve en las calles, mientras que la falta de respuesta del gobierno se ve en la multiplicación de las campañas contra el hambre. Se trata de proyectos nuevos como el de la “Tropa de Solidaridad”, pero también de antiguas acciones que se han reactivado por la emergencia social.

En Brasil casi todos han escuchado el nombre de Acción de la Ciudadanía, una organización no gubernamental fundada en 1993 por el sociólogo y activista de derechos humanos Herbert de Souza, conocido como Betinho, quien solía decir: “Quien tiene hambre, tiene prisa”. En aquel año, el país registraba 32 millones de personas debajo de la línea de la pobreza.

“Ese número de pobres escandalizó a la sociedad de la época”, dice a Underground Daniel de Souza, hijo de Betinho y presidente de la ONG desde que su padre murió en 1997.

La organización fue lanzada con la campaña Nacer sin Hambre, que fue celebrada cada año hasta 2007. Después fue retomada en 2017, cuando ya se veía un fuerte aumento de la desigualdad social, apenas tres años después de que Brasil saliera del mapa del hambre de la Organización de las Naciones Unidas.

Souza explica: “Creamos una campaña de donación de alimentos, pero el objetivo era exigir políticas públicas para erradicar el hambre en Brasil. Esas políticas fueron desmanteladas por el gobierno de Michel Temer (2016-2018). En 2019, cuando entró a gobernar Jair Bolsonaro, una de las primeras medidas que emprendió fue la extinción del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria”.

Continúa: “Con la pandemia quedó claro que esa materia no es una prioridad para el gobierno: cometió omisiones e irresponsabilidades en su manejo, negó la pandemia y destinó un monto ridículo de ayudas de emergencia. Todavía no estamos oficialmente entre los países hambrientos en la clasificación de Naciones Unidas, pero pronto estaremos ahí. Y tardaremos 15 o 20 años para salir de nuevo”.

El año pasado, otros programas sociales de la ONG se detuvieron para concentrarse en la urgencia del hambre. Acción de la Ciudadanía recogió diez mil toneladas de comestibles en 2020 y espera doblar esa cantidad el año en curso.

La sede de la ONG en Río está ubicada en un depósito de once mil metros cuadrados en la zona portuaria, cerca del Museo del Mañana y de las ruinas del Muelle del Valongo, patrimonio cultural de Unesco, a donde llegaron cuatro millones de africanos esclavizados. Lo que sería un espacio de actividades para jóvenes es actualmente punto de distribución de toneladas de alimentos todos los viernes en cajas de diez kilos.

Acción de la ciudadanía. Foto: Elias Auê.

Souza dice que en tiempo normal la mayor parte del dinero recaudado proviene de empresas, pero que durante la pandemia la proporción de donaciones de personas comunes creció de 15 a 35 por ciento. La ONG ha cerrado un acuerdo con la municipalidad para distribuir mil cubrebocas por cada tonelada de alimentos: “Eso está pensando para apoyar al que no puede darse el lujo de trabajar desde casa”.

La “Tropa de Solidaridad” también intenta tener un acuerdo para poder utilizar camionetas del ayuntamiento y cocinas de guarderías municipales. Pero en general los proyectos de la sociedad civil necesitan de donaciones privadas.

Reginaldo Lima, representante en Río del colectivo nacional de favelas G10, expone a esta reportera que, si bien la situación está peor debido a la pandemia, en la periferia de Brasil los vecinos siempre han sido más solidarios que el Estado. Y que pese al ‘boom’ económico brasileño de las décadas pasadas, el hambre nunca se extinguió: “La visibilidad del hambre fluctúa, pero el problema no desaparece. Estaba en el pasillo y la pandemia ha llegado para que volviera a ser protagonista”.

Las favelas están acostumbradas a funcionar a través de la autogestión y el apoyo de los líderes comunitarios. Dice Lima: “Cuando la pandemia empezó se hablaba de confinamiento, pero nadie entiende lo que eso quiere decir. Las favelas eran un caos, el poder público no sabía qué hacer. Así que empezamos a explicar la importancia de reducir las actividades del barrio, sin hablar de confinamiento. Necesitaríamos de un líder nacional para verbalizar correctamente el problema, pero el presidente Bolsonaro no es un estadista”.

Lima cuenta que llevaba 20 días sin contar con apoyo, por lo que buscó a la gente correcta y obtuvo una nueva donación de media tonelada de arroz y frijol de una empresa de agroindustria. Y así seguirá trabajando en los próximos meses, de donación en donación: “Somos hijos de la favela. Es casi imposible que haya un residente de las favelas cuya familia no se haya formado en la fila para recibir alimentos. Nacemos con el talento de pedir”.

DETRÁS DE LA HISTORIA

Hace un año que trabajo en home office, lo que en Brasil es un privilegio. En las pocas salidas que he hecho notaba el aumento de gente durmiendo en las aceras o pidiendo dinero en la calle de Río de Janeiro. Además de las noticias sobre la crisis sanitaria, al fin del año pasado se empezó a hablar más del aumento de la pobreza y el hambre en Brasil. No estaba acostumbrada a oír relatos como los de los años 90.

Hay nuevas campañas contra el hambre todos los días en Internet. Así conocí a la “Tropa de Solidaridad”, a algunos de cuyos voluntarios acompañé a la preparación y distribución de comida un sábado reciente, días después de que se publicó la investigación del grupo Comida para la Justicia. Hacía mucho tiempo que no caminaba por Lapa y alrededores, una región que siempre fue sinónimo de entretenimiento y cultura y que hoy luce gris y decadente.

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