Pandemia, abuso laboral en la industria textil

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Hay días en que Sonia Perdomo pasa el día entero sedada para soportar el dolor en su espalda, hombros y brazos. Eso le dificulta no sólo levantarse y preparar algo de comer, sino también salir a buscar trabajo. Nunca se imaginó cómo las punzadas agudas y el entumecimiento podrían complicarle labores tan sencillas como calentar agua para café o simplemente tomar una ducha. Tampoco imaginó la ansiedad que acompaña una enfermedad crónica: la presión por saber que los pendientes para ganarse la vida se acumulan a medida que las capacidades físicas disminuyen.

Sin embargo, más que su cervicobraquialgia crónica —que le ocasiona esos dolores inmovilizantes en los hombros y los brazos—, más que la hernia en su columna baja y aún más que el saber que todos estos daños a su sistema muscoloesquelético los cargará de por vida, a Sonia le duele que la maquiladora textil para la que trabajó por seis años la haya desechado como un juguete roto en medio de la pandemia, cuando ya no pudo ser igual de productiva a causa de sus malestares físicos, causados por años de movimientos repetitivos.

“Fue difícil cuando el médico me dijo ‘tienes que aprender a vivir con ese dolor’. Es difícil ver a mis hijos, llorando a mi lado, cuando estoy tirada en la cama”, explica Sonia, entrevistada en su pequeña casa en Chamelecón, un poblado de San Pedro Sula, el sector industrial más importante de Honduras.

Sonia es una de varios empleados de maquiladoras textiles despedidos durante la pandemia. El común denominador en este periodo fue el traslado de la incertidumbre y la presión laboral hacia los trabajadores, los eslabones más vulnerables de la cadena.
Pero a su vez, los casos en Honduras no son sino un reflejo local de los abusos manifestados por obreros en los distintos países donde la manufactura textil juega un papel significativo, según ha podido documentar el proyecto RMG Collectivo, financiado por la National Geographic Society.

Si en Honduras hubo despidos injustificados, en Bangladesh los trabajadores denunciaron un aumento en la exigencia de la productividad a costa de su salud, en Sri Lanka se incrementó el acoso sexual de los supervisores varones a las trabajadoras y en Los Ángeles la pandemia se sumó al rezago de un sistema que no cuenta con salario mínimo. Finalmente, en Birmania (Myanmar) al menos tres trabajadores murieron al ser reprimidos a tiros cuando reclamaban salarios caídos.

Aquí se describen estas historias.

HONDURAS, OPORTUNIDAD PARA DESHACERSE DE LOS ENFERMOS

Sonia Perdomo es una de las 430 trabajadoras -y trabajadores- despedidas durante la pandemia de Covid19 por Delta Apparel Honduras, según cifras de la Colectiva de Mujeres Hondureñas (CODEMUH). Esta empresa manufactura prendas básicas como camisetas, playeras y sudaderas para exportar principalmente a Estados Unidos.

Patricia Tejada, otra de las empleadas despedidas por Delta, destaca que su despido le fue notificado por un mensaje y por redes sociales, un modo muy alejado del contacto personal que tuvo cuando la contrataron. “En pandemia nos botaron como un perro, sin salario y sin nada”, afirma.

Al igual que Sonia Perdomo, Patricia Tejada padece las secuelas de años de trabajo en la maquila haciendo movimientos repetitivos. Tiene una tendinitis crónica que le abarca desde la espalda hasta los brazos. “Son dolores horribles, muy fuertes”, explica. “Dolores con los que se está incómodo y no quieres ni que nadie te hable”.

Gustavo Hernández, médico ortopedista y especialista en salud ocupacional, ha atendido suficientes casos de hombros adoloridos como para saber que en Honduras muchas maquilas se rehúsan a abordar seriamente la salud ocupacional, a veces con medidas tan simples como invertir en máquinas e instalaciones que se ajusten a la medida de sus trabajadores y no al revés.

“Si usted coloca un lápiz en un escritorio la primera vez no le molesta, pero si le toca hacerlo 500 veces al día cuando ya va por la 400 siente que le duele el hombro. Eso es lo que pasa con los obreros: hacen movimientos que son condicionantes en generar este tipo de problemas”, explica Hernández.

Sonia Perdomo y Patricia Tejada coinciden en que su ex empresa las despidió injustificadamente aprovechando la confusión por la pandemia, sin ninguna consideración por su condición médica ocasionada precisamente por el trabajo realizado.

Foto: Martín Cálix.
Sonia Perdomo sufre dolores constantes causados por años de hacer movimientos repetitivos en las maquilas de Honduras. Desde que fue despedida a fines de 2020, en medio de la pandemia, enfrenta en tribunales a la empresa Delta Apparel Honduras por despido injustificado.

Un estudio realizado por la Codemuh encontró que alrededor de 66 por ciento de las trabajadoras y los trabajadores del sector maquila padecen algún tipo de trastorno muscoloesquelético además de presentar altos índices de depresión, ansiedad y estrés laboral.

“Antes de la pandemia ya había problemas psicológicos y de salud, pero cuando llegó el COVID y el gobierno suspendió garantías constitucionales, el ministro del trabajo sugirió a los empresarios maquiladores que cargaran vacaciones y días feriados a los días dejados de laborar por la suspensión”, explica la presidenta de esta organización, María Luisa Regalado. “Después del 20 hay suspensión de labores y eso se hace sin goce de salario”.

A diferencia de muchos de sus colegas, Sonia optó por responder en los juzgados, pues sostiene que Delta la despidió injustificadamente y aprovechando la confusión laboral y administrativa generada por la pandemia de COVID-19.

“Delta violentó los derechos de los trabajadores de manera exagerada, aprovechándose de la pandemia y de que el gobierno les dio luz verde para hacer todo eso”, denuncia la joven mujer, argumentando que la suspensión de garantías constitucionales decretada por el gobierno hondureño en marzo de 2020 hizo posible que empresas como Delta retiraran prestaciones sociales y se deshicieran ilegalmente de empleados con alguna condición de vulnerabilidad, incluyendo trabajadores con enfermedades crónicas y mujeres embarazadas.

La demanda de Sonia Perdomo, presentada a finales del año pasado ante un juzgado laboral de San Pedro Sula, exige a la filial de la empresa estadounidense reintegrarla a su puesto de trabajo en condiciones iguales o mejores a las que tenía al ser despedida y reponerle los salarios caídos. La defensa de Perdomo acusa que su cliente fue despedida en agosto de 2020, luego de 120 días de suspensión provisional por la pandemia bajo el argumento de reajustes de personal, lo cual no es causa justificada de terminación de contrato.

Delta Apparel Honduras no ha respondido a reiteradas solicitudes para responder sobre este o los otros 430 casos de despido que le atribuye la Codemuh.

BANGLADESH, SIN TIEMPO NI PARA IR AL BAÑO

Cuando empezó la pandemia por COVID-19, grandes marcas internacionales cancelaron sus órdenes a maquiladoras en Bangladesh sin cubrir las pérdidas económicas por las mercancías ya terminadas o en plena producción. En consecuencia, las maquilas buscaron por todas las vías maneras de reducir sus pérdidas.

A Jahanara Shafiq, una empleada de la empresa Chaity, ubicada en el área metropolitana de Daka, dejaron de pagarle horas extras de un momento a otro. Sin embargo, la producción no bajó, por lo que las 120 piezas de ropa que antes terminaba en 8 horas de pronto debía tenerlas listas en 5 horas. Esto aumentó dramáticamente la presión sobre ella y otros obreros de Chaity, un gigante bangladesí que emplea a 13 mil 500 personas y exporta a 30 países, incluyendo entre sus clientes a la sueca H&M o a las alemanas Lidl y Aldi.

Para alcanzar las nuevas metas de producción, Jahanara Shafiq tiene claro que no puede beber agua en su turno de cinco horas, porque ello implicaría perder tiempo, al que hay que sumar los 10 minutos que le toma ir al baño y regresar a su puesto de trabajo.

“Son las condiciones actuales. Hay muchas chicas que son víctimas de la tortura de la producción. No tienen otra opción, porque sufren las presiones del coronavirus”, explica.


Foto: Rajib Dhar.
Barsha Khatun (nombre ficticio) posa en su pequeño dormitorio en un suburbio de Dhaka, donde pasó buena parte de la pandemia mientras continuaba su trabajo como costurera en una maquiladora textil.

Las consecuencias de postergar la ingesta de agua y las visitas al baño son particularmente riesgosas para las mujeres. En el caso de Jahanara no se han hecho esperar, pues desarrolló al menos una infección en las vías urinarias a partir de este nuevo estándar de productividad. Ella y sus compañeros están conscientes de que deben levantarse de sus estaciones de trabajo al menos durante 10 minutos por cada 50 de trabajo, pero no ven muchas opciones ante la situación actual. “Por mi seguridad laboral, tengo que cumplir con la meta de producción”, asegura.

Hasta marzo pasado, Rokon Khan operaba una máquina de coser para la empresa Oboni Knitwear, pero fue despedido tras ser acusado de robar una aguja. Al igual que cualquier trabajador en su posición, Rokon tiene todo el tiempo una aguja sobre el escritorio, pero un día durante una supervisión repentina el gerente le revisó el bolsillo del pantalón y encontró ahí la aguja. Rokon cree que debió haberla guardado inadvertidamente en su bolsillo mientras trabajaba, pero fue obligado a firmar su renuncia en ese momento sin darle oportunidad de explicar lo sucedido.

Al hacer esta entrevista, el trabajador de 26 años se encontraba desempleado, pero a cargo financieramente tanto de su esposa como de sus padres. Su angustia es conseguir los casi ocho mil takas (poco menos de 100 dólares americanos) que necesita al mes para cubrir los gastos de su familia.

Visto en retrospectiva, Rokon piensa que su despido por una aguja no fue ninguna coincidencia. “Pudo haber sido intencional, porque había estado trabajando ahí por un largo tiempo y tenían que pagarme un montón.” Al momento de esta entrevista, Rokon seguía esperando su liquidación.

SRI LANKA: EL COVID EMPEORÓ LA PANDEMIA DE ACOSO SEXUAL

Priyangika, empleada de 33 años de la empresa NEXT, tiene siete años trabajando en la industria textil de Katunyake, en el occidente de Sri Lanka. Nunca ha sido fácil lidiar con el acoso sexual de sus supervisores varones. Una situación que, además, fue atizada por la pandemia.

Su rutina en la maquila es de por sí dura: caminar de su dormitorio rentado al trabajo para no pagar los costos de transporte y tratar de evitar en la calle los hostigamientos de los conductores de mototaxis. Una vez en la fábrica, ocupa 15 minutos para desayunar y 30 para comer, incluyendo los cinco minutos que toma en llegar a la cafetería, sabiendo que hay una reprimenda llena de insultos por parte de los supervisores para quien se retrasa. Todo para ganar un máximo de 35 mil rupias al mes (aproximadamente 175 dólares americanos).

“Es un trabajo de mucha presión. Necesitamos alcanzar las metas y cuidar la calidad porque si hay algún defecto debemos repararlo y además hacer 120 prendas más dentro de la misma hora”, explica Priyangika, cuyo verdadero nombre fue reservado por razones de seguridad. “A eso hay que agregar el acoso sexual del supervisor… es mucha presión mental”.

Hija de un campesino que cultiva arroz, Priyangika debe enviar cada mes al menos cinco mil rupias a sus padres. Otras cinco mil van para pagar el pequeño dormitorio en la zona industrial al norte de Colombo donde vive. Cocina lo que come para ahorrar dinero, pero aún así gasta ocho mil rupias en alimentos. A eso se suman medicinas, ropa, electricidad y gastos eventuales, lo que le impide ahorrar más del equivalente a 50 dólares al mes.

Sin embargo, estos magros ingresos están en la cuerda floja. Cualquier desaire a los desplantes lascivos de sus supervisores varones le pueden ocasionar, por ejemplo, cuotas de trabajo adicionales, ser reasignada a puestos menos redituables de la maquila o simplemente perder su trabajo. Priyangika vive atemorizada por esta posibilidad, después de escuchar que una compañera fue reasignada a una labor donde perdió el bono de productividad, luego de rehusarse a tener sexo con uno de sus supervisores.

“Tratan de involucrarnos en ciertas cosas. Nos piden ir a los cuartos (a tener sexo). Si no accedemos, ellos cobran venganza hasta hacernos renunciar. Nos dan trabajos pesados o nos asignan trabajos muy difíciles”, explica.


Foto: industriALL.
Trabajadores de la empresa ATG Ceylon, que fabrica ropa y guantes de trabajo, protestan contra la violación de sus derechos laborales frente a la oficina del primer ministro de Sri Lanka, en Colombo, la capital comercial del país, el 30 de enero de 2019.

Abiramy Sivalogananthan, una activista abocada a la defensa de derechos laborales, explica que el aumento de la violencia sexual y el hostigamiento a trabajadoras por parte de sus colegas hombres aumentó por al menos tres factores. Por un lado, las condiciones de distanciamiento social para evitar el COVID-19 ocasionaron que hubiera menos gente en las fábricas, lo cual evitaba la supervisión de otras compañeras para evitar estos casos. También se prolongaron los turnos y las horas extra, lo que obligaba a permanecer a trabajadores en ocasiones hasta la medianoche. El acoso se prolongaba al transporte, ya que al final del turno los acosadores volvían en los mismos autobuses con las trabajadoras.

Sin embargo, el factor más decisivo para el aumento en la violencia sexual fue la precarización laboral, que llevó a víctimas y testigos a evitar quejas o denuncias por temor a perder su empleo.

“Nadie puede levantar la voz por sus colegas porque todos están muy preocupados por sus trabajos”, asegura Abiramy, coordinador en Sri Lanka de Asia Floor Wage Alliance, una organización que trabaja de cerca con trabajadores del sector. “Ni siquiera creo que esto tenga que ver con el patriarcado, se trata de la seguridad de sus trabajos ahora mismo por el COVID”.

Ruth Ogier, una activista británica que ha investigado la evolución de la situación laboral en las maquilas de Sri Lanka, asegura que el aumento de la violencia laboral contra las mujeres durante la pandemia refleja la manera en que funciona la industria textil a nivel trasnacional.

“Esta situación nos dice que el cimiento de la industria de la moda es realmente la explotación de mujeres en el sur global, y que cuando ocurre un shock y una crisis ellas son las primeras en sentir el impacto y no están en la lista de personas que serán protegidas”, explica Ogier, oficial de programas en la organización War on Want, que trabaja para erradicar la pobreza y la desigualdad apoyando movimientos sociales en el sur global. “La industria de la moda predica y exacerba la explotación económica basada en el género”.

LOS ÁNGELES: JUGARSE LA VIDA POR UN SALARIO CENTAVERO Y A DESTAJO

Si alguien pensara que los abusos contra trabajadores textiles son exclusivos de países del sur global, se asombraría de saber que en California, la principal economía estatal de Estados Unidos, este gremio está en pie de guerra contra un sistema de remuneración que considera únicamente la producción realizada y que a menudo no cubre ni el salario mínimo marcado por la ley.

Carlos Almaraz es uno de los obreros indignados con el business as usual en este estado, que es la capital de la maquila textil en Estados Unidos. Después de 18 años trabajando en el sector maquilador, Carlos lo ha visto todo: jornadas de trabajo de las ocho de la mañana a las siete de la noche con media hora de descanso, semanas de siete días de trabajo, inexistencia de pago de horas extra, fábricas con pésimas condiciones de higiene y el salario mínimo como una rara excepción a las reglas no escritas de esta industria.

“Los Ángeles es una (zona de) explotación, un (territorio de) trabajo de esclavitud”, asegura. “Estamos en el siglo 21 y en este país, que es el más grande del mundo, todavía existe la esclavitud en este aspecto”.

Aún consciente de los vicios del sector, Carlos no se ha podido zafar. Peor aún: quedó atrapado en el peor momento de la industria, cuando golpeó la pandemia de COVID-19. En medio de la falta de empleo por el cierre de fábricas, Carlos se vio obligado a regatear horas de trabajo en algunas de las peores empresas, un sector que ya había logrado dejar atrás en sus años de carrera. En estas galeras, durante el tiempo de pandemia, no se guardaron las medidas de sana distancia, ni se proporcionó gel o cubrebocas a los obreros, con las consecuencias previsiles.

“En julio de 2020 me contagié y estuve internado como siete días. Pensé que me iba a morir, porque me sentía muy mal”, explica Carlos, quien supo al menos que dos compañeros suyos del trabajo murieron por coronavirus. “La recuperación ha sido lenta. Perdí tanto peso que no podía ni siquiera pararme ni dar un paso”.

Sin especificar el nombre de la maquila donde se contagió, Carlos asegura que los propietarios de origen chino desaparecieron junto con la fábrica en cuanto hubo denuncias de los trabajadores, que exigieron salarios caídos ante la oficina del Comisionado de Trabajo del gobierno estatal. Tiempo después, buscando de nuevo trabajo, Carlos encontró a los mismos empresarios con nombres distintos al frente de otras fábricas. Él considera que es una práctica habitual para evadir responsabilidades laborales.


Foto: Garment Worker Center / Centro de Trabajadores de Costura.
Trabajadores de la industria textil en California, acompañados de organizaciones como el Centro de Trabajadores de Costura, demandan una reforma legal que permita el pago de su trabajo por hora y no por pieza como ocurre ahora.

A casi un año de haber librado la muerte y haciendo un recuento de las batallas libradas en la esclavitud textil, Carlos tiene un diagnóstico claro para sacar a la industria del atolladero: sustituir los salarios a destajo (por producción) por pagos por hora.

Ese es en el fondo el asunto que más le duele a Carlos: cuando llegó a la industria cobraba nueve centavos de dólar por poner el cuello a una playera tipo polo. Casi 18 años después cobra 10 centavos, es decir apenas un centavo más. Un aumento que no tiene ninguna relación con la inflación o con el resto de la economía. Aunque el precio varía según el tipo de prenda producida, el común denominador para Carlos son las prácticas arbitrarias de los dueños de las maquilas para mantener los salarios bajos. Bajo este sistema, Carlos no gana más de 300 dólares a la semana, algo muy alejado de los 15 dólares por hora que marca el salario mínimo en Los Ángeles.

Si este salario era dudoso antes del COVID-19, Carlos y muchos de sus compañeros lo sienten agraviante en tiempos de pandemia. Además, este riesgo lo cargan desproporcionadamente inmigrantes latinos o asiáticos, a menudo indocumentados.

Trabajadoras y trabajadores entrevistados para esta investigación respaldan la propuesta hecha por el Centro de Trabajadores de Costura (Garment Worker Center), una organización dedicada a la mejora de condiciones laborales en el sector, para que el gobernador de California apruebe la reforma a la ley SB62, que haría realidad que en las maquilas paguen por hora y no por pieza.

“Los trabajadores en su gran mayoría no son pagados por hora. Son pagados por cuántas piezas cosen. Hemos visto pagos de hasta 12 centavos”, explica Marissa Nuncio, directora del Centro de Trabajadores de Costura, cuya propuesta legal busca además extender la responsabilidad legal de las marcas a la situación laboral de los obreros que cosen la ropa, de manera que contrarreste la fragmentación por subcontratación que existe actualmente.

“El sistema de pago por pieza ha existido desde finales del siglo XIX. Es arcaico. Pensar que tienen que ganarse la vida por centavos, que es como lo describen. Está mal, es completamente explotador y es tiempo de tener un salario mínimo”, añade Nuncio.

MYANMAR: CUANDO DEMANDAR SALARIOS CAÍDOS CUESTA LA VIDA

El 15 de marzo pasado, cuando en Myanmar aún se respiraba la más violenta agitación por el golpe de estado llevado a cabo por los militares apenas seis semanas antes, un grupo de trabajadores se reunió frente a la fábrica de zapatos Xing Jia para reclamar más de 15 días de salarios caídos y horas extra que se les adeudaba.

En lugar de una revisión de sus demandas laborales, lo que recibieron fue el puño de la junta militar que en esos días se hacía del poder en el país del sureste asiático: los soldados abrieron fuego con municiones reales asesinando a tres trabajadores e hiriendo a otro más, según un reporte compilado por la organización local Acción por los Derechos Laborales (ALR por sus siglas en inglés). Además, 17 trabajadores y familiares acompañantes fueron detenidos.

Debido a que ALR, al igual que casi cualquier otra organización por los derechos laborales en el país, ha sido declarada ilegal por la junta militar que gobierna el país desde el 1 de febrero, la investigación del caso compilada en el reporte tuvo que ser realizada clandestinamente y con altísimo grado de riesgo.

Un representante de ALR explicó que para documentar este caso los investigadores de la organización tuvieron que ingresar con disfraz a la zona industrial de Hlaing Thayar, ubicada en Yangón, la ciudad más grande del país. Una vez dentro, sostuvieron reuniones cara a cara con testigos de los hechos, luego cambiaron las rutas de viaje y en dos ocasiones tuvieron que huir de patrullas militares que habían sido advertidas por informantes. El reporte consideró cinco entrevistas dentro del país y otras diez realizadas vía telefónica. Actualmente, el personal de ALR continúa trabajando desde las sombras, escondido del gobierno militar de facto.


Foto: Yangon Design.
Los trabajadores de la industria textil han sido protagonistas en las protestas contra el golpe de estado con que una junta militar usurpó el poder. Una acción común en las protestas es colgar faldas femeninas sobre las calles, pues según la creencia popular cuando un hombre pasa bajo una falda pierde parte de su hombría. Esto se ha convertido en una estrategia para enfrentar a las fuerzas militares.

El reporte de ALR explica que el día de los hechos, no mucho después de que los trabajadores y algunos familiares se apostaron ante la fábrica, un camión cargado de soldados arribó al lugar y sin siquiera mediar palabra abrió fuego. Los militares habrían actuado bajo sospecha de que los trabajadores intentaban incendiar la fábrica, algo que por esos días ya había ocurrido en otras ocasiones, particularmente en instalaciones de propiedad china como Xing Jia.

Los cuerpos de las personas asesinadas fueron retirados por los militares y la persona herida fue trasladada a un hospital. De los detenidos, al menos seis fueron sentenciados el 5 de abril a tres años de prisión bajo una dura legislación aprobada por la junta militar. El fallo corrió a cargo de un oficial militar, el mayor Hla Tun, en una corte castrense. Según reportes, los obreros fueron recluidos en la prisión de Insein, ubicada en Yangón y célebre por sus tratos inhumanos contra enemigos del régimen.

Tras la sangrienta respuesta a los trabajadores birmanos, se encontró en la zona industrial de Hlaing Thayar una mercancía singular: cajas con botas vaqueras listas para calzar los rodeos de Estados Unidos. Las botas pertenecían a Justin Boots, una marca que en su slogan se autodenomina “el estándar del oeste desde 1879”.

La empresa es una filial de Justin Brands, propiedad de la firma de inversión Berkshire Hathaway Inc, cuyo director general es el magnate estadounidense Warren Buffet. En correos electrónicos corroborados por RMG Collectivo, Justin Brands reconoció ser cliente de Xing Jia, pero se refirió al presunto tiroteo de obreros de la fábrica como “una completa invención”. Un abogado de la firma indicó que actualmente se realiza una investigación sobre el reporte del caso elaborado por la organización ALR, que espera tener listo en junio.

“Cuando una marca estadounidense depende de una cadena de suministro trasnacional, esa marca tiene la responsabilidad hacia los consumidores de asegurar que sus proveedores trasnacionales no sean cómplices en abusos de derechos humanos contra trabajadores”, explica Ben Hensler, director adjunto de políticas e investigación para Workers Rights Consortium (WRC), una organización con sede en Washington encargada de monitorear abusos contra obreros del sector textil.

Este reportaje fue cofinanciado por la National Geographic Society.

MEDIOS ALIADOS



DETRÁS DE LA HISTORIA

En 2020, recibí un correo de Tansy Hoskins, una talentosa periodista inglesa que ha dedicado su carrera a investigar las industrias de la moda y textil alrededor del mundo. Un encuentro curioso, porque ella buscaba solo un traductor para investigar un brote de COVID-19 en una maquila en Guatemala. La colaboración evolucionó y pronto me encontré más allá de un rol de traductor, coproduciendo la historia con ella. El resultado fue publicado en The Guardian y ambos nos quedamos con un buen sabor de boca.

Alentados por la fructífera primera experiencia, decidimos ampliar el alcance de nuestra investigación sobre el mismo tema: cómo la pandemia de COVID-19 afectó a obreros (obreras, prioritariamente) de la industria textil en los principales países maquiladores del mundo, que no coincidentemente son del sur global. Después de algunos meses rodando, conseguimos financiamiento de la National Geographic Society y nos allegamos a colegas con experiencia en el tema en otros lugares del mundo. La investigación agrupó a periodistas en Inglaterra, Honduras, Estados Unidos, Bangladesh y México y abarcó un amplio abanico de casos en Honduras, Bangladesh, Sri Lanka, Myanmar y California.

Las múltiples historias derivadas de la investigación se publicarán en las próximas semanas, pero la colaboración es desde ya un éxito por haberse logrado en las precarias condiciones de la pandemia y en una amplitud geográfica inabarcable. Lo más importante: una generosa revisión de las condiciones de quienes hacen nuestra ropa, calzado y cubrebocas. La versión maquiladora de la expresión “estamos en la misma tormenta, pero no todos vamos en el mismo barco”.

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Este reportaje forma parte de una serie, lee aquí la siguiente entrega

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