Solo, enfermo y confinado al otro lado del mundo

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El 11 de marzo del año pasado la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró como pandemia mundial el brote del nuevo coronavirus. Además de muerte, la epidemia por COVID-19 ha dejado durante el último año desolación y desesperanza especialmente en un sector de la población que ha visto cómo el futuro inmediato -que normalmente es un racimo de posibilidades- se ha convertido en letargo: los jóvenes.

Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) revela que el impacto de la pandemia en los jóvenes es sistemático, profundo y desproporcionado. Se trata de proyectos y deseos truncados; de oportunidades perdidas, y de vida y fuerza desaprovechada.

Con esta tercera historia concluye la serie que trata de eso, de sueños rotos.

El 13 de octubre de 2019 Agustín abordó en su natal Lima el avión que lo llevaría a cumplir su anhelo de mucho tiempo: hacer un viaje lejano. Con los ahorros de doce meses de trabajo este joven peruano de 26 años había comprado un boleto aéreo con destino de ida pero no de regreso. La isla de Bali, en el archipiélago indonesio, era el primer destino de la lista. Después vendrían más en la región del sudeste asiático. Pero la pandemia y otro suceso inesperado cambiaron radicalmente sus planes…

“Todo era muy rutinario, no podía soportar más”, explica a Underground. En realidad Agustín no es su nombre verdadero sino uno ficticio adoptado para evitar que sus familiares lo identifiquen por razones que más adelante se entenderán.

Emocionado y desbordando ilusiones emprendió ese 13 de octubre de 2019 el que era además su primer viaje internacional.

En Bali y debido a un pequeño accidente de motocicleta que le lastimó la pierna, se quedó tres meses, tiempo en el que -cuenta- se dejó llevar por las maravillas de la vida turística: la comida callejera, las playas, las fiestas, los hostales con habitaciones compartidas para los jóvenes viajeros o las aerolíneas de bajísimo costo que facilitan la aventura.

A finales de enero de 2020 viajó a la ciudad de Ho Chi Minh, el centro económico de Vietnam, donde recuerda que comenzó a notar un ambiente de incertidumbre y que cada vez más gente portaba cubrebocas. En ese momento el país apenas registraba dos casos de infección del nuevo coronavirus.

La preocupación crecía pero, al mismo tiempo, la vida cotidiana seguía su curso y sin cambios. Agustín continuó su viaje por Camboya y luego Tailandia, a donde llegó el 17 de febrero. Este país, el primero en registrar un caso de coronavirus fuera de China, tenía para ese entonces 35 contagiados confirmados de coronavirus y estaba ya en alerta.

Agustín no supo entonces que sería de los últimos turistas en poder entrar al país porque el gobierno tailandés no esperó mucho para cerrar sus fronteras. De golpe, se encontró con las calles de Bangkok desiertas. Habían desaparecido los numerosos grupos de turistas chinos, lo mismo que las filas inmensas que normalmente hay que hacer para visitar los templos religiosos y las grandes atracciones turísticas de la capital. Khao San Road, la famosa calle donde los extranjeros van de juerga, estaba vacía.

El diagnóstico

Tailandia es uno de los países que mejor ha controlado el coronavirus hasta ahora, considera un estudio del prestigiado Instituto Lowy de Australia. Uno de los factores que lo permitió fue el cierre total y casi inmediato de sus fronteras, a lo cual no prestó mucha atención Agustín.

“La forma en que he visto la evolución del coronavirus -señala- fue muy sutil. No he tenido el choque que otras personas. Siento que lo he visto crecer y crecer en un segundo plano para mí”.

Esa especie de desconexión se acrecentó definitivamente el 10 de marzo, justo un día antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara el brote de COVID-19 como una pandemia global. En esa fecha Agustín fue diagnosticado positivo al virus de inmunodeficiencia humana (VIH).

Todavía recuerda casi con memoria fotográfica sus pasos por una ciudad sin gente tras recibir como un mazazo la noticia. Reconoce que tardó en procesar el hecho de que toda la vida sería portador de VIH y no pudo evitar el sentimiento de culpabilidad.

“Sentía que la había cagado -se sincera el entrevistado-; pensaba: `me he cagado mi viaje, la felicidad y la tranquilidad que tenía´. Cuando me dieron mi diagnóstico lo acepté, ni siquiera lo dudé”.

En Perú se hacía pruebas periódicas cada tres o seis meses. La última que se hizo 15 días antes de salir de viaje dio negativa, pero ahora cree que fue un resultado falso.

Agustín estaba hundido emocionalmente y las dificultades no se terminaban: cinco días después de su diagnóstico, Perú decretó la emergencia nacional y cerró sus fronteras, como lo hizo también una semana más tarde Tailandia, que canceló todos los vuelos y las operaciones de los aeropuertos.

En ese momento de zozobra mundial, las embajadas de todos los países en Tailandia organizaron vuelos de repatriación e intentaron apoyar a los turistas varados en el país para que fueran saliendo paulatinamente.

Agustín quedó atrapado en un dilema: quedarse en Bangkok o regresar a Lima. Eligió la primera opción. “Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida. Por un lado quería volver porque en Lima el tratamiento antirretroviral para tratar el VIH es gratuito. Pero con el coronavirus nadie sabía qué iba a pasar”.

Agotados sus cuatro mil dólares de ahorros y sin trabajo, el joven peruano tuvo suerte de que uno de los tantos hostales de Bangkok lo aceptara como voluntario y pudiera tener un lugar en dónde pasar el confinamiento. No comía y se pasaba el día durmiendo, relata. Estaba encerrado porque tenía miedo a contagiarse de coronavirus siendo portador de VIH.

Agustín se cuestionaba algo más inmediato: ¿cómo recibir tratamiento a 20 mil kilómetros de casa de una enfermedad que prácticamente ningún seguro cubre? ¿Y en plena pandemia de un virus desconocido?

El mes de abril lo pasó encerrado, consciente de que un virus al que pocos prestaban atención estaba alojado en su organismo. “Solo, haciendo cuarentena y emocionalmente destruido”, es como recuerda aquella temporada.

Si bien los esfuerzos de la comunidad médica alrededor del mundo estaban centrados en frenar la nueva pandemia, Agustín debía centrar los suyos en acceder a los medicamentos de otra pandemia ya mejor conocida, pero cuyo pico máximo de infecciones ocurrió en 1996.

El tratamiento

En mayo, mientras el mundo seguía de cabeza enfrentando la primera ola del coronavirus, Agustín decidió buscar tratamiento.

Bangkok dispone de reconocidas clínicas privadas de salud sexual. Tailandia es el país de la región con la mayor prevalencia de VIH, de acuerdo con las cifras más recientes de ONUSIDA (2019). Hay cerca de 470 mil personas infectadas, y cada año hay cinco mil 400 nuevos contagios que engrosan esa estadística.

Sin embargo, encontrar un tratamiento gratuito para el VIH -como existen en otros países sin excepciones- es casi imposible en Tailandia para un extranjero como Agustín: sin empleo ni seguro médico y con situación migratoria irregular.

Clínica privada para el tratamiento del VIH en Bangkok. Foto: Cortesía.

A pesar de que en la última década el país ha dado pasos agigantados para lograr el acceso al tratamiento de VIH, éste es gratuito en el programa de cobertura sanitaria sólo para los ciudadanos tailandeses que tienen un trabajo.

Agustín consiguió dar con un terapeuta gratuito que recomendaban en grupos de apoyo en redes sociales, pero éste lo canalizó a un hospital privado de alta gama de Bangkok, en los que suele costar 200 dólares un mes de tratamiento, más el importe de la consulta médica y de las medicinas complementarias.

“Querían lucrar con mi salud”, narra el peruano. “En el momento en que me diagnosticaron VIH en una clínica privada, en vez de ofrecerme un apoyo emocional lo primero que hicieron fue sacarme una lista de precios de todo lo que tenía que comprar de inmediato”.

Su búsqueda de un servicio gratuito que lo tratara no rindió frutos y tuvo que comenzar a pagar sus medicamentos con un apoyo económico que le envió su familia desde Lima. A partir de entonces las circunstancias lo obligaron a cambiar regularmente de medicinas, clínicas y doctores, lo cual le ha implicado gastos, trámites y efectos secundarios tanto emocionales como físicos.

Relata que al principio los fármacos que debía tomar le caían “súper fuerte”: “me hacían morir de dolor, pero me tenía que aguantar porque no tenía dinero para ir a urgencias del hospital”.

Poco después Agustín fue contratado por una empresa estadunidense en la que hace servicios de traducción simultánea inglés-español vía telefónica. El salario no es elevado, pero le permite vivir tranquilo y cuidar su salud.

Mientras tanto, Tailandia empezó a relajar en junio las medidas de emergencia sanitaria: se levantó el toque de queda, restaurantes y centros de entretenimiento abrieron paulatinamente y se reanudaron los viajes domésticos. A diferencia de Europa, que reportaba miles de contagios y muertos por día a causa del COVID-19, los tailandeses veían que las cifras se estancaban definitivamente y que su vida volvía -volvió- a la “normalidad”.

Lecciones aprendidas

Al comienzo de este año, Agustín finalmente consiguió beneficiarse de un tratamiento casi sin costo. Lo ofrece el Centro de Investigación del SIDA de la Cruz Roja tailandesa, cuya sede está en pleno corazón de la capital. Fue fundada en 1989 y actualmente atiende a cerca de 200 pacientes al día en su llamada “Clínica anónima”, a la que acuden principalmente jóvenes para controles médicos, pruebas de VIH y tratamientos de prevención.

La clínica atiende a cualquier persona sin distinción y el costo de sus servicios es 80 por ciento inferior respecto a los precios del sector privado. Agustín celebra que esté reaccionando satisfactoriamente al tratamiento que inició hace diez meses. Y es que desde diciembre, la carga viral en su sangre es “indetectable”, lo que significa que él está bien y que no transmite el VIH a través de relaciones sexuales.

Centro de Investigación del SIDA de la Cruz Roja de Tailandia. Foto: Cortesía.

Con el tiempo, el muchacho dejó de culparse por su contagio.

“En la escuela nunca tuve educación sexual. Nadie me enseñó. No es culpa de nosotros que no sepamos sobre esta enfermedad. Cuando me di cuenta de eso, dejé de culparme como causante de mi enfermedad”, comenta, agregando que no tiene ningún impedimento en contar que es positivo al VIH. “Si me quedo callado -refiere- siento que de alguna manera voy a contribuir a que no se hable del tema”.

Desde aquel mes de octubre de 2019 que inició su viaje, Agustín parece estar reencontrándose. Trabaja, hace voluntariado en el hostal que se transformó en su nuevo hogar, sale de fiesta, conoce gente y descubre rincones de la ciudad.

-¿Cómo ha cambiado tu vida desde que te diagnosticaron?, se le pregunta.

-Siento que recuperé la autoestima. Obviamente también tengo que estar preparado mentalmente porque hay gente que no está educada y seré discriminado. Sé que voy a lidiar con eso toda mi vida.

Y no sólo contra ello. La situación migratoria de Agustín no está arreglada. Las autoridades tailandesas siguen extendiendo las visas de turista a los extranjeros como él, que quedaron bloqueados en el país. Eso no cambiará mientras las fronteras nacionales sigan cerradas ante el creciente número de casos de coronavirus y lo lento que avanza la vacunación en el mundo.

Y es que Tailandia se está cuidando: a pesar de que ha experimentado rebrotes de COVID-19 en lo que va de 2021 por la entrada irregular de inmigrantes -principalmente de Birmania, Laos y Camboya-, sus cifras se mantienen muy bajas: alrededor de 27 mil contagiados y 88 muertos en total.

Pero llegará el día en que las condiciones no sean las mismas. Él dice que está listo en caso de que tenga que regresar a Perú.

“Todo esto me enseñó a ser resiliente (sobreponerse a situaciones límite) y perseverante. No puedo decir que esto es lo peor que puedo vivir porque sé que hay cosas incluso peores. Pero sí es lo más fuerte que he pasado hasta el momento. Y si pude levantarme solo, en medio de una pandemia y en una ciudad que no conocía, no creo que haya algo más difícil de superar”.

Agustín accedió a contar su historia convencido de que debe seguir hablándose del VIH para terminar con los estigmas y los tabúes que lo rodean. Sin embargo, quizás su más grande reto cuando vuelva a casa en Perú será contar a su familia cómo su aventura se convirtió en un aprendizaje de vida y anunciarles que es portador de un virus, el VIH, que hoy en día no es más sinónimo de muerte.

DETRÁS DE LA HISTORIA

Conocí a Agustín por azares del destino una noche de sábado en Bangkok. Hablamos varias horas, me contó cómo había llegado a Tailandia, sus aventuras por el Sudeste Asiático, cómo había vivido la pandemia de coronavirus y en un acto de confianza me explicó por qué se quedó. Su experiencia me conmovió.

Cuando recibí la propuesta de contar una historia para la serie llamada “Los sueños rotos de la pandemia” estábamos cenando juntos, otra casualidad más. Aunque pensé en un par de testimonios, el suyo era el que más tenía en mente; sin embargo, no me atrevía todavía a proponerle que se abriera ante un tema tan personal.

Le expliqué de qué se trataba con la intención de otro día decirle de manera formal que estaba interesado en contar cómo su viaje de mochilero cambió completamente de sentido. Él se dio cuenta de mis intenciones y en seguida accedió con un objetivo claro: “hablar del VIH e intentar, de alguna manera, acabar con los estigmas”.

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Este reportaje forma parte de una serie, lee aquí la primer entrega

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