Empobrecidos y sin nadie a quien pedir ayuda porque viven en la soledad, cada vez son más ancianos que en ese rico país asiático cometen pequeños robos en tiendas y supermercados para poder ir a prisión. Ahí, al menos garantizan tres comidas diarias y atención médica, lo cual no pueden costear en su vida cotidiana con las exiguas jubilaciones que reciben del Estado. Y ese extraño fenómeno -que choca con la baja histórica de los delitos en Japón- amenaza con seguir creciendo a medida que la población envejece.
TOKIO, Japón.- El pasado 17 de diciembre de 2020 la policía local de la ciudad de Osaka hizo un hallazgo en el barrio de Minato que conmocionó a la sociedad japonesa: los cuerpos de dos mujeres, madre e hija, de 68 y 43 años respectivamente, que habían muerto de inanición dentro de su pequeño departamento. Sí, de hambre.
A la policía, según lo reportó el periódico The Mainichi Shimbun cinco días después, le llamó la atención que en el monedero de la hija sólo había 13 yenes, lo equivalente a 12 centavos de dólar, el refrigerador se encontraba vacío y no tenían servicio ni de gas ni de agua por falta de pago. Las investigaciones policiales y forenses revelaron que tanto la madre como la hija habían muerto meses atrás sin tener alimento alguno en sus estómagos.
No muy lejos de ahí, la policía de la ciudad de Kainan, en la prefectura de Wakayama, al sur de Osaka, arrestó a una mujer de 83 años por fraude informático y estafa.
Todo comenzó cuando en el supermercado local donde la anciana hacía sus compras instalaron las cajas de autoservicio. La mujer se percató que al escanear la etiqueta de un producto que se vendía con un descuento de 50 por ciento, el sistema deducía el precio. Así que se dedicó a extraer etiquetas con ofertas similares y las adhería a otros artículos que quería consumir.
El truco le funcionó hasta el día en que intentó llevarse una caja de huevos a mitad de precio usando la etiqueta fraudulenta. La anciana ignoraba que el gerente del establecimiento se había dado cuenta, al revisar los registros de ventas, de que algunos productos se habían vendido a mitad de precio erróneamente cuando no les correspondía este descuento y, advertido de la irregularidad, puso guardias para vigilar las cajas de autopago.
Casos como los citados no son excepción en Japón, sino que son más bien la norma y desnudan una realidad difícil de creer para un país integrante del G-7 (aquellos países con mayor relevancia política y económica en el mundo): los adultos mayores viven en tales condiciones de pobreza que delinquir, lejos de representar su ruina, se convierte es su modo de supervivencia.
Entre los 37 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) -otro “club de ricos” al que pertenece Japón- la tasa de pobreza de la población mayor de 65 años es de 13.5 por ciento en promedio. Pues en el Estado nipón esa tasa es de casi 20 por ciento y se eleva todavía más, a 22 por ciento, tratándose de las mujeres. Y es que los jubilados japoneses apenas pueden sobrevivir con una pensión del gobierno que en algunos casos no supera los seis mil dólares anuales, según han denunciado diversos organismos locales.
Uno de esos informes -realizado en 2016 por la consultoría Custom Products Research Group (CPRG)-, señala que los pensionados no tienen dinero suficiente para pagar la calefacción o para comprar ropa y que se endeudan para poder alquilar una vivienda y comer, por lo que necesitan conseguir un pequeño trabajo paralelo para apenas sobrevivir.
No es extraño ver en Japón a septuagenarios dirigiendo el tráfico cuando hay obras de adecuación o asfaltado de vías urbanas o interurbanas. Es también frecuente que señoras mayores se encarguen de la limpieza en grandes centros comerciales o de las arduas tareas que exige el trabajo en las parcelas de arroz y de otros productos agrícolas.
Esa terrible condición de vida ha generado desesperación entre una población ya vulnerable de por sí. Y las consecuencias han sido inesperadas.
Abandonados
El ministerio de Justicia señaló en un reporte, publicado el pasado 24 de noviembre, que 2019 fue el año con el menor número de delitos registrados en el país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, unos 750 mil en números redondos. Tal reducción fue notable en todas las franjas de edad… excepto en la de personas mayores de 65 años, quienes fueron responsables de casi uno de cada cuatro robos cometidos en Japón aquel año. La policía arrestó en total a más de 42 mil personas de avanzada edad por el delito de hurto. De ellas, la mayoría pasaba los 70 años y un tercio eran mujeres.
En ese reporte, el ministerio culpa parcialmente del fenómeno al rápido envejecimiento de la población.
Pero todo es más complicado. En Japón -como en muchos otros países- los hijos tradicionalmente se hacían cargo de sus padres e incluso vivían en la misma casa o el mismo terreno. Sin embargo, la falta de oportunidades laborales y económicas ha obligado a muchos jóvenes a mudarse a grandes ciudades como Tokio u Osaka, dejando a sus padres sin apoyo. La consecuencia: entre 1980 y 2015 el número de personas mayores que vivían solas se multiplicó por seis. Por todo ello no sorprenden los resultados de una encuesta realizada por el gobierno de Tokio, los cuales arrojan que la mitad de los ancianos descubiertos robando en tiendas viven solos, no tienen familia o rara vez hablan con parientes. Y prácticamente la totalidad de ellos reconoce que no tiene a nadie a quien acudir en caso de necesitar ayuda.
“Los ancianos jubilados no quieren representar una carga para sus hijos y algunos sienten que si no pueden sobrevivir con la pensión estatal, la única forma de no ser una carga es irse a la cárcel”, estimó Michael Newman, el demógrafo que trabajó el mencionado informe de la consultoría CPRG.
La misma fuente reconocía que ir a la cárcel en Japón es extremadamente fácil. Pone un ejemplo: “El robo de un sándwich de 200 yenes (alrededor de dos dólares) podría dar lugar a una multa de 8.4 millones de yenes (77 mil 500 dólares) para una sentencia de dos años de prisión”.
La justicia del país asiático impone estrictas penas privativas de la libertad por hurtos menores, lo que significa que en la mayoría de los casos el castigo supera con creces el delito. Además, la reincidencia es un agravante que castiga doblemente al delincuente que, muchas veces, lo que desea es justo eso: ingresar a la cárcel, en donde sabe que tendrá garantizadas tres comidas completas, atención médica gratuita y alojamiento.
El aumento de la cantidad y la proporción de delitos cometidos por personas mayores de 65 años ha sido tan constante durante los últimos 20 años que podría considerarse ya un tsunami. Y la situación podría empeorar dramáticamente: las estimaciones demográficas indican que dentro de cuatro décadas 40 por ciento de los japoneses caerá en ese rango de edad.
Robar para poder comer
En los últimos años se han aprobado planes de gobierno para desplegar personal de atención en la mitad de las 70 cárceles de Japón para que ayude a enfrentar los desafíos de albergar a una población cada vez más anciana. Los cambios en el sistema penitenciario nipón se han realizado en todas las áreas: el suministro de alimentos, la intensidad del trabajo, la estructura del mobiliario para hacer de las cárceles edificios sin obstáculos que incomoden a las personas mayores o incluso en el campo de la higiene, ya que los pañales para adultos se han convertido en uno de los artículos más necesarios en las prisiones.
Underground buscó entrevistar a ancianos que estuvieran en prisión por robo, pero debido a la pandemia de coronavirus no fue posible tener acceso. No obstante, dos mujeres mayores que han estado en la cárcel recientemente aceptaron conversar pero sólo si lo hacían protegidas por el anonimato y sin hablar de detalles que las pudieran incomodar.
Toshiko Fukuda (nombre ficticio) es una mujer de 71 años que hace pocos meses abandonó la prisión después de una pena de un año a la que fue condenada por robar en un supermercado. Explica que estaba casada y tenía un hijo. Fue durante muchos años empleada de un gran almacén donde vendía productos de higiene y cosméticos.
La entrevistada da un salto en su narración y comenta que hace cinco años perdió a su marido, quien murió a causa de una larga enfermedad. Y luego se distanció de su hijo. Se quedó sin nadie a su lado. Emocionada, la anciana explica que tras perder a su marido -y la ayuda económica que suponía la paga de su pensión- se sentía muy sola en casa: “Me sentía muy desdichada y lloraba a menudo”, confiesa la mujer.
En Japón existen más de cuatro millones de hogares en donde sólo vive una mujer anciana -como el caso de la señora Fukuda- y dos millones más están integrados sólo por un hombre mayor. Se espera que esa diferencia crezca más en los próximos años debido a la mayor esperanza de vida de las mujeres y también porque el número de mujeres divorciadas o solteras está creciendo año con año.
Fukuda explica que el centro penitenciario en el que estuvo internada ofrece buenas condiciones a las reclusas: tres comidas diarias, calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, un trabajo cómodo y adaptado, así como programas de ejercicios físicos realizados por personal externo. También habla muy bien del ambiente que existe entre las compañeras, una parte de las cuales son también personas mayores. “A pesar que prohíben hablar durante las horas de trabajo y que no nos dejan bañar cada día, sólo dos o tres veces por semana, es mucho mejor que las preocupaciones cotidianas cuando no se dispone de dinero para hacer frente a los pagos y necesidades diarias”, relata.
Otro caso es el de Konomi Nasukawa (también nombre ficticio). Tiene 82 años y hace dos años abandonó la cárcel después de haber cumplido una pena de más de año y medio también por robo. Ella trabajó durante muchos años en un izikaya, un tipo de bar japonés informal donde se sirven bebidas alcohólicas y bocadillos.
Su lugar de trabajo no era elegible para poder cotizar por una pensión fija del Estado. Cuando perdió ese empleo se quedó sin ingresos. Por un tiempo estuvo viviendo de sus ahorros, hasta que un día se acabaron.
“Como no tengo hijos ni nadie en quien poder realmente contar, tuve que robar para poder comer. Al principio no fue mal pero en seguida me sorprendieron y, después de un juicio rápido, entré en la cárcel”, relata Nasukawa.
Asegura que no se sintió incómoda en prisión, sino todo lo contrario. De hecho, durante el primer mes de estancia los servicios asistenciales le diagnosticaron principios de demencia y le dieron atención especial. Y para ayudarla a que dejara de cometer delitos, el establecimiento penitenciario- junto con las autoridades locales- buscó un centro de asistencia social que la vigilara.
Pero este tipo de apoyo por parte de la administración no es común.
En cualquier caso, de acuerdo con las experiencias de ambas entrevistadas, la mayoría de los ancianos que pisan la cárcel se sienten mejor ahí que en sus propias casas. Fukuda, por ejemplo, explica que durante su encierro se encontró con compañeras de la misma edad que ya habían sido arrestadas tres o cuatro veces por robar, mientras que Nasukawa refiere que ella conoció a otras reclusas que al vivir solas preferían ir al centro penitenciario para no tener que afrontar las dificultades cotidianas de la soledad.
La vida en la cárcel como única alternativa de sobrevivencia.
DETRÁS DE LA HISTORIA
El origen de este reportaje fue mi inquietud frente a la existencia cada vez mayor de pequeños delitos cometidos por personas mayores que viven en situación de vulnerabilidad. Y la pandemia de coronavirus que ha azotado el planeta no ha hecho nada más que recrudecer esa terrible realidad.
Para la elaboración de este reportaje me tomó mucho tiempo poder contactar a las instituciones y las personas adecuadas, lo cual fue posible gracias a la oficina de la prensa extranjera de Japón, y muy especialmente a Nozomi Suzuki.
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