Pese a los más de 12 mil kilómetros que separan a México de Filipinas, ambas naciones tienen en común una “guerra contra el narcotráfico” -emprendida por sus respectivos Estados- que ha dejado muerte y abiertas violaciones a los derechos humanos de parte de las fuerzas de seguridad estatales. Recientemente la Corte Penal Internacional anunció que comenzará a investigar en el país asiático presuntos crímenes de lesa humanidad cometidos por el gobierno de Rodrigo Dutarte. La decisión inyecta optimismo a ONG mexicanas, quienes desde el 2011 han solicitado en vano al organismo internacional investigar la posible comisión de crímenes de lesa humanidad dentro de la espiral de violencia comenzada por el entonces presidente Felipe Calderón y que hasta el momento -según las estimaciones de distintas ONG- ascienden a más de 250 mil víctimas, incluída sociedad civil.
BRUSELAS, Bélgica.- A México y Filipinas los separa una distancia de 12,400 kilómetros. Para llegar a ese país insular de Asia, clavado en el Océano Pacífico, hay que volar 18 horas ininterrumpidas desde la Ciudad de México. Sin embargo, esas naciones, tan lejanas geográficamente una de otra, tienen un rasgo en común: comparten profundas crisis de derechos humanos ligadas a la “guerra contra las drogas” que libra cada una de ellas desde hace algunos años.
Alarmadas por el excesivo uso de la fuerza que impunemente ejercen los cuerpos de seguridad mexicanos y filipinos al amparo del combate a las drogas, organizaciones locales y extranjeras de protección de derechos humanos acudieron a la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya, Holanda. Durante años le han solicitado que investigue en ambos países los numerosos casos que, por las evidencias que han recabado y presentado ante la Corte, pueden configurarse como crímenes de lesa humanidad, y que junto con los de guerra, agresión y genocidio está en posibilidad de enjuiciar.
Es por eso que tras el reciente anuncio que hizo la fiscalía de la CPI en el sentido de que abrirá una investigación sobre la situación en Filipinas, los activistas mexicanos que buscan lo mismo para México ven alimentado su optimismo.
“El hecho de que la Corte haya decidido que investigará la guerra contra las drogas en Filipinas nos da la esperanza de que ahora sí ponga los ojos en lo que pasa en México”, comenta a Underground Lucía Chávez, subdirectora de análisis y estrategia de la Comisión Mexicana de Defensa y Protección de los Derechos Humanos (CMDPDH), una de las organizaciones que ha aportado información sobre presuntos crímenes de lesa humanidad y de guerra al tribunal de La Haya.
La ofensiva gubernamental contra las drogas lleva más tiempo en México que en el país asiático.
Cuando en diciembre de 2006 Felipe Calderón asumió la presidencia, casi de inmediato emprendió un improvisado combate contra los cárteles del narcotráfico, lo que rápidamente sumergió al país en un mar de violencia cada vez más extrema que se extendió al gobierno de Enrique Peña Nieto y luego al de Andrés Manuel López Obrador. No hay datos precisos sobre el número de asesinatos ligados directamente a la política antidrogas desde aquel año -incluyendo los de civiles- pero se estima que ascienden a por lo menos 250 mil, mientras que, según datos de este año del propio gobierno federal, hay además 82 mil personas desaparecidas.
En el caso filipino, la conducción de la política de tolerancia cero contra las drogas recae sobre la figura de su presidente Rodrigo Dutarte, un polémico abogado de 76 años quien -para asombro de los activistas de derechos humanos- ha reivindicado e incitado públicamente la ejecución masiva de consumidores y pequeños traficantes. Alguna vez afirmó que “con gusto” asesinaría a los millones de drogadictos que, según él, están destruyendo al país. Con esa imagen de sicario-salvador que ha cultivado, es comprensible que su mote sea el de “Punisher” (El Castigador), el personaje del cómic estadunidense que se permite matar y actuar fuera de la ley en aras de acabar con la criminalidad.
Durante 22 años, Duterte implantó la mano dura contra la delincuencia en Davao, la tercera ciudad más grande del país de la que fue además su alcalde. Las ONG aseguran que policías y escuadrones de la muerte asesinaron en operativos de limpieza social a más de mil 400 vendedores y consumidores de droga, incluyendo niños de la calle. Cuando el político llegó a la presidencia el 30 de junio de 2016 -tras ganar las elecciones con una muy holgada ventaja- instauró su estrategia en toda la república.
Durante su gobierno, la cifra de asesinatos conectados a la represión del Estado contra las drogas oscila entre 12 mil y 30 mil personas, en su mayoría de comunidades pobres y marginadas, de acuerdo con investigaciones de la prensa independiente y de ONG como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. En muchos casos se trataría de ejecuciones extrajudiciales.
Con esos antecedentes, el pasado 14 de junio la fiscalía de la CPI solicitó a los jueces de la sala de instrucción un permiso judicial para comenzar a investigar en Filipinas presuntos crímenes de lesa humanidad, tortura y otros actos inhumanos. Lo hará a partir de que arrancó la presidencia de Duterte, pero no se extenderá más allá del 16 de marzo de 2019, ya que al día siguiente entró en vigor la retirada de Filipinas de la jurisdicción de la corte. Y es que Duterte desconoció la competencia de la CPI en marzo de 2016, un mes después de que ésta decidiera realizar un examen preliminar, lo que no eliminó la facultad de juzgar los crímenes ocurridos durante el periodo que Filipinas estuvo suscrita al Estatuto de Roma, el tratado fundacional de la corte.
De hecho, la fiscalía pide que la investigación tome en cuenta los asesinatos que tuvieron lugar en Davao desde 2011, dadas las “similitudes” que existen entre éstos y los ocurridos a escala nacional durante la presidencia de Duterte, y que se repiten los individuos implicados en ambos periodos.
La fiscalía señala en su petición por escrito para comenzar una investigación que “existe una base razonable para creer que se cometieron crímenes de lesa humanidad por asesinato al menos desde el 1 de julio de 2016”. Y expone: “La información obtenida por la fiscalía sugiere que los actores estatales, principalmente los miembros de las fuerzas de seguridad filipinas, mataron a miles de presuntos consumidores de drogas y a otros civiles durante las operaciones oficiales de aplicación de la ley”.
Prosigue el documento: “Se cometieron crímenes notablemente similares fuera de las operaciones policiales oficiales, al parecer por los llamados `vigilantes´, aunque la información sugiere que algunos de ellos eran en realidad agentes de policía, mientras que otros eran ciudadanos reclutados, coordinados y pagados por la policía para matar a civiles”.
Y más aún, indica la fiscalía: “Estas ejecuciones extrajudiciales, perpetradas en todo Filipinas, parecen haber sido cometidas en virtud de una política de Estado oficial del gobierno filipino. La policía y otros funcionarios del gobierno planificaron, ordenaron y, en ocasiones, perpetraron directamente las ejecuciones extrajudiciales. Pagaron a agentes de policía y `vigilantes´ recompensas por ellas. Funcionarios estatales de los más altos niveles del gobierno también hablaron pública y repetidamente en apoyo de las ejecuciones extrajudiciales, y crearon una cultura de impunidad para quienes las cometieron”.
La corte da ejemplos de ejecuciones, como el de Norberto Maderal, un conductor de bicitaxi de 42 años asesinado el 19 de octubre de 2016. A la una y media de ese día, el sobrino de Maderal lo escuchó entrar a la casa y poco después un alboroto. Tres policías vestidos de civil, armados y encapuchados habían ingresado sin autorización. Uno de ellos le ordenó que se encerrara en su cuarto, desde el que escuchó cómo su tío era golpeado y clamaba perdón a gritos: “¡Por favor, señores, no soy un dealer, tengan piedad de mí!”. Siguieron dos balazos. En medio de un charco de sangre quedó en la sala de la vivienda el cadáver de Maderal, con una pistola calibre .38 y una bolsa de metanfetaminas a un costado, que su familia asegura que fueron “sembradas” por sus verdugos.
Minutos después llegaron policías uniformados y acordonaron la zona. Uno de ellos, en ropa de calle y con una gorra que decía “COP” (policía) entró a la casa y de inmediato se escucharon dos tiros, los que cegaron la vida de George Avanceña, a quien los vecinos vieron ingresar a la casa junto con Maderal y los encapuchados. Pese a los testimonios, la versión oficial sostiene que, al darse cuenta de que habían caído en la trampa, los dos dealers habían sacado sus armas con la intención de disparar en contra de los agentes que efectuaban una operación encubierta de “compra de droga y detención” (buy-bust).
Otro caso mencionado por la fiscalía es el del vendedor de frutas de 29 años Efren Murillo, sobreviviente de una masacre cometida durante uno de los llamados operativos Tokhang (“tocar y persuadir”), en los que, como dice su nombre, un grupo de policías “toca a la casa” de una persona sospechosa de estar implicada en drogas y un funcionario lo “persuade” de abandonar sus actividades ilegales.
La tarde del domingo 21 de agosto de 2016, Murillo jugaba tranquilamente cartas con cuatro amigos, en la humilde vivienda que uno de ellos tenía al pie de una colina en Payatas, un suburbio pobre de la ciudad de Quezón, dentro de la zona metropolitana de Manila, la capital filipina.
Alrededor de las tres de la tarde, cinco policías en civil se presentaron al lugar apuntándoles con sus armas. “¡No se muevan!”, les advirtieron. Sin chistar, los jóvenes alzaron las manos; fueron cateados, esposados y luego obligados a permanecer sentados en una banca, mientras varios agentes registraban la cabaña. Uno de ellos salió exhibiendo un pedazo de papel aluminio y un encendedor, acusándolos de estar consumiendo drogas. Los detenidos negaron, una y otra vez, que esas fueran sus pertenencias y aún más la imputación en su contra.
Los policías metieron a dos de ellos a la vivienda y de pie les dispararon a quemarropa. Los demás fueron llevados detrás del lugar. Arrodillados, uno por uno fue ejecutado. El último de ellos, Jessie Cule, imploró a los policías que no lo mataran, que lo dejaran ir, y se abrazó desesperado a la pierna de uno de ellos. Pero hincado e indefenso como las otras víctimas, recibió tres balazos a sangre fría en el hombro, hecho certificado por exámenes independientes de la autopsia y una evaluación de la ONG estadunidense Médicos por los Derechos Humanos. El jefe policiaco dio instrucciones de que alejaran los cuerpos y dijeran que los jóvenes habían opuesto resistencia. Murillo, herido de bala en el pecho, fingió estar muerto y milagrosamente logró escapar en un momento de distracción de los homicidas.
En un boletín de prensa publicado el mismo 14 de junio pasado, Agnès Callamard, la secretaria general de Amnistía Internacional, calificó la decisión de la fiscalía como un “avance histórico” de la justicia internacional, dado que marca “un momento de esperanza para miles de familias filipinas que lamentan la pérdida de sus seres queridos en la `guerra a las drogas´ del gobierno”.
En el caso mexicano, la fiscalía de la CPI aún no toma la decisión de lanzarse o no en un examen preliminar de la situación, la fase en la que analiza si existe una base razonable de indicios para proceder a una investigación. Lo anterior a pesar de que la primera “demanda” o entrega de evidencias conocida públicamente (“comunicación”, en el argot de la corte) fue entregada a La Haya hace ya casi una década, el 25 de noviembre de 2011. Quien lo hizo a nombre de un grupo de ciudadanos mexicanos fue el abogado Netzaí Sandoval y en ella documentaba, con fuentes abiertas, 470 casos de presuntas violaciones al derecho internacional derivadas del combate al narcotráfico. De éstas responsabilizó al entonces presidente Felipe Calderón y a sus mandos militares.
La mayor parte de los crímenes denunciados desde entonces en una docena de comunicaciones que los “demandantes” han hecho públicas (la CPI guarda el anonimato por razones de protección de las fuentes) sucedieron durante el sexenio de Calderón. A él y a figuras de su gabinete -como es el caso de su secretario de seguridad pública, Genaro García Luna, o el de Defensa, Guillermo Galván- se atribuye la responsabilidad.
Sin embargo, en esas comunicaciones también han sido señalados los expresidentes Vicente Fox y Enrique Peña Nieto y exgobernadores como el de Oaxaca, Ulises Ruiz, o el de Coahuila, Humberto Moreira, cuya información acusatoria por varias masacres ocurridas durante su mandato la entregó el 5 de julio de 2017 a la CPI el entonces obispo de Saltillo, Raúl Vera López, en representación de la Comisión Diocesana para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, de otras ONG mexicanas y de la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), basada en París. Entre las matanzas denunciadas se incluye la de decenas o cientos de pobladores del municipio de Allende, cometida en marzo de 2011 por narcotraficantes de Los Zetas.
La fiscalía, en un enfoque distinto al que aplicó a Filipinas, permanece indecisa a la petición de abrir un examen preliminar a México. “El análisis que ha hecho para Filipinas es el que debería estar haciendo sobre la situación mexicana”, señala Lucía Chávez, de la CMDPDH. “Tenemos la sensación -dice- de que a México se le ha impuesto un nivel de probatoria de hechos que no se impone en otros contextos, en los que basta con dar elementos -no probatorios- de casos de ataques generalizados y sistemáticos para poder iniciar un examen preliminar”.
Explica: “En las reuniones que tuvimos con la fiscal (Fatou Bensouda, que terminó su mandato el 15 de junio pasado), se nos informó que estamos en una especie de pre-fase al examen preliminar. Sin embargo, en 2014 recibimos una carta muy extraña en la que la fiscalía aceptó que en México ocurren violaciones graves a los derechos humanos, que son generalizadas y sistemáticas, pero que no habilitan la competencia de la CPI”.
En esa carta -de la cual obtuvo copia Underground-, la fiscalía responde al trabajo de documentación de un grupo de ONG (la FIDH, la CMDPDH y la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste) que en conjunto y con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Finlandia habían presentado, en noviembre de 2012 y septiembre de 2014, un par de “comunicaciones” en las que solicitaron investigar 500 posibles crímenes de lesa humanidad ocurridos en México, principalmente en Baja California, atribuibles a militares y policías federales, estatales y municipales.
En su parte sustancial, la misiva precisa que “las extensas violaciones a los derechos humanos no necesariamente constituyen crímenes de competencia de la Corte”. Expone que el Estatuto de Roma -que la rige- “exige que la conducta alegada haya sido cometida como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil para que constituya un crimen de lesa humanidad, o haber sido cometida en el contexto de, y en relación con un conflicto armado, para ser crimen de guerra”.
Por consiguiente –declara el escrito–, luego de “analizar cuidadosamente” la información recibida, “la Fiscal ha concluido que las alegaciones descritas en su comunicación no parecen estar comprendidas en la competencia material de la Corte y, en consecuencia, ha determinado que no existe fundamento jurídico en este momento para avanzar en el análisis”. Como conclusión, la fiscalía recomienda a las ONG acudir al sistema interamericano de justicia, que sí recibe los casos equivocadamente llevados a la CPI.
Es por eso que las ONG se han enfocado en calificar jurídicamente los crímenes que denuncian en México también como “crímenes de guerra” -de los que pueden ser imputados igualmente los narcotraficantes-, ello en vista de que, observa Chávez, la mayoría de los casos en los que acepta intervenir la CPI se dan en un marco de conflicto armado.
Para probar que en México se da esa circunstancia, la CMDPDH encomendó a la prestigiosa Clínica de Derecho Internacional de Leiden, en Holanda, elaborar un análisis jurídico de la situación, que se presentó y entregó a la CPI en 2017.
La conclusión fue que sí se cumplen los criterios necesarios para afirmar que en México tiene lugar desde 2007 un “conflicto armado no internacional” entre el Estado y, en ese momento, siete cárteles del narcotráfico con suficiente armamento y capacidad logística para desafiarlo y provocar tantas víctimas y desplazados como daños materiales. Y en un estudio más reciente, la Academia de Derecho Humanitario y Derechos Humanos de Ginebra, Suiza, aseveró que ese conflicto armado interno continuó en 2019, durante el primer año de gobierno de López Obrador, enfrentado contra los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
Tanto el gobierno de Peña Nieto como el de López Obrador niegan que eso ocurra, ya que, aseguran, las instituciones son lo suficientemente sólidas para castigar a los violentos y en general para poder enfrentar a los cárteles.
“Cuando entró este gobierno (el de López Obrador) teníamos alguna esperanza puesta porque dijo que sometería el caso de México a la CPI”, comenta Chávez. Pero no fue así. “Lo que sucedió fue que el Senado de la República envió una especie de comunicación a la Haya pidiendo que abriera una investigación sobre el caso del exgobernador de Veracruz, Javier Duarte, por el tema de los presuntos medicamentos para niños con cáncer que eran en realidad agua. No sabían que no puedes enviar un caso específico a la CPI como si fuera la Comisión Interamericana, que analiza situaciones generales y no es el tipo de crímenes que juzga y, además, en todo caso la vía correcta era la Cancillería”.
-¿La investigación que abre la CPI sobre un caso, el filipino, específicamente enmarcado en una “guerra contra las drogas” tendrá algún efecto en su estrategia?
-Sí, definitivamente. Creemos que ése y el mexicano son casos muy parecidos. La cuestión aquí es que en México no existía oficialmente una “guerra contra las drogas” (ningún documento de gobierno la refería). En conversaciones informales que teníamos con el equipo de la fiscalía nos hacían ver que no tenía existencia legal el término, no existía y les causaba “ruido” (problema). En Filipinas sí es oficial. Pero eso ha cambiado: la estrategia nacional de seguridad pública de esta administración ya habla de guerra contra las drogas”, concluye Chávez.
DETRÁS DE LA HISTORIA
El 25 de noviembre de 2011 estuve presente en La Haya cuando el abogado Netzaí Sandoval entregó a la CPI el primer expediente público con cientos de casos de presuntos crímenes de lesa humanidad cometidos en México por fuerzas del Estado. Recuerdo que, al término del día, otro corresponsal mexicano y yo platicamos con él en un café de paso en la estación de trenes de esa ciudad. Sandoval estaba muy entusiasmado y convencido de que los casos que acababa de presentar a la fiscalía la obligaban a intervenir en lo que ahora sabemos que era el comienzo de un tsunami de violencia.
Pocos días después entrevisté al profesor belga Eric David, una eminencia en justicia internacional. Me explicó que cualquier solicitud de intervención en México de la CPI podría ser improcedente no por falta de pruebas respecto de las atrocidades cometidas por militares y fuerzas de seguridad contra civiles, sino por un tecnicismo del derecho internacional: los cárteles del narcotráfico no pueden ser considerados parte beligerante.
Por ello, me dijo, desde una perspectiva legal no existe en México una situación de guerra interna que implicaría la confrontación entre dos entes armados organizados y responsables de sus actos ante la justicia internacional. Era 2011. Ha pasado una década y aquí estamos parados, observando que la CPI ha decidido investigar por primera vez actos criminales en el marco de una “guerra contra las drogas”, y a un conjunto de ONG empujando a la fiscalía para que reconozca que en México existe un conflicto armado no internacional que jurídicamente le permita intervenir como lo ha hecho en Filipinas.
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