RÍO DE JANEIRO, Brasil.- Un grupo de uniformados con camisas rojas se aproxima a una acera larga y cubierta por una marquesina. Es el hogar precario y temporario de docenas de personas que allí duermen, se despiertan, piden dinero y simplemente esperan. Algunos levantan las manos cuando ven llegar a los uniformados: saben que les llevan comida. Hay familias con niños, mujeres y hombres solos.
Sentada sobre un paño florido, con una biblia a su lado, Gessilda Oliveira rechaza la comida porque antes otro grupo que distribuye alimentos para la gente sin hogar le acaba de dar algo. Son muchos los necesitados en las calles del centro de Río de Janeiro así que cuando unos ya comieron suelen decirlo para que quienes no han probado bocado puedan recibir su porción. Lo que sí acepta Gessilda es un vaso con agua.
La mujer trabajó durante 18 años en el hospital Souza Aguiar -uno de los más grandes de la ciudad- pero sin contrato. Vivía en una habitación cuya renta costaba 60 reales (11 dólares) por día. Pero un día no pudo seguir trabajando porque enfermó de COVID-19. Sin ningún derecho ni ayuda económica que pudiera reclamar al hospital donde trabajaba, fue como si de pronto hubieran desaparecido casi dos décadas de esfuerzo.
SUSCRÍBETE PARA SEGUIR LEYENDO ESTA NOTA