Contaminación digital, la huella ambiental invisible

Con la pandemia y los eternos confinamientos que trajo en todo el mundo, el consumo de internet se disparó. Hoy un sector de la población resuelve su vida sin salir de su casa: escuela, oficina, compras, comida y entretenimiento están al alcance de sólo un clic. Pero pocos saben que ese consumo no es distinto a tirar basura en la calle o manejar un auto contaminante. Sostener la enorme infraestructura que nos permite chatear, hacer videoconferencias, ver películas, disfrutar de redes sociales y un sin fin de cosas más requiere energía, agua y muchos otros recursos naturales. La huella de carbono que genera el consumo de la red -revelan estudios científicos- es similar a la de la aviación. Más aún, éste podría duplicarse para el 2025.

Durante 2020 Eréndira, madre soltera radicada en la ciudad de Pachuca, en el centro de México, se vio forzada a comprar una tableta para que su hija de siete años pudiera cursar las clases virtuales mientras ella trabajaba en su computadora.

Por su parte, Socorro, vendedora de suplementos nutricionales en la Ciudad de México, tuvo que contratar un servicio de banda ancha de internet para seguir por videollamadas a sus clientes, a quienes antes trataba en reuniones presenciales.

Y a Javier, estudiante de ingeniería en el estado mexicano de Veracruz, no le quedó más remedio que pagar un costoso plan de datos móviles para continuar sus estudios a distancia, dado que no hay conexión fija en la zona rural donde permaneció durante la cuarentena cuidando a sus padres.

En México, donde la penetración de internet alcanza 74 por ciento de la población, casi la mitad de los usuarios tuvo que acelerar su adaptación tecnológica para poder realizar la mayor parte de sus actividades vía remota, según lo revela un informe de la Asociación de Internet MX  publicado en enero pasado. No es de extrañar que el tiempo promedio de conexión a internet de los mexicanos haya aumentado 37 minutos para llegar a nueve horas diarias.

Sometidos durante más de un año a periodos de confinamiento en casa, la pandemia ha modificado visiblemente los hábitos de consumo en línea en todo el mundo.

En Estados Unidos, por ejemplo, el uso de redes sociales subió en promedio de 75 a 82 minutos diarios y el porcentaje de adultos que consumió videos en YouTube pasó de 73 a 81 por ciento, reveló el Pew Research Center el 7 de abril último. Además, el tráfico de la plataforma de películas y series Netflix creció 16 por ciento tan sólo en los tres primeros meses de confinamiento del año pasado.

En España, la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación señala en una reciente encuesta que los usuarios de internet del país adquirieron en 2020 mayor conocimiento digital -como el uso de videollamadas-, compraron más en línea, hicieron mayor uso de los códigos de respuesta rápida (QR) con sus teléfonos, aumentaron el trabajo desde casa y consumieron más servicios electrónicos.

A nivel internacional y desde que inició la pandemia el uso de internet se ha incrementado cuando menos en 20 por ciento.

Sin embargo, detrás de ese desmedido apetito por el internet se esconde un fuerte costo para el medio ambiente, ya que de continuar la tendencia actual podrían emitirse a la atmósfera 34.3 millones de nuevas toneladas de dióxido de carbono (CO2) hacia finales de 2021, advierten investigadores de las universidades de Maryland, Purdue, el Instituto de Tecnología de Massachusetts,  Yale y el Imperial College de Londres en un artículo titulado La olvidada huella medioambiental del creciente uso de internet.

Para absorber esa nueva cantidad de carbono – el gas causante en gran parte del calentamiento global- sería necesario un bosque de un tamaño equivalente a dos veces el territorio de Portugal (o cuatro veces el del Estado de México), explican los científicos.

La ingeniera ambiental Renee Obringer, quien coordina el estudio, expone: “Los costos ambientales de adoptar nuevas tecnologías frecuentemente son identificados muy tarde, típicamente cuando ya es difícil cambiar las tecnologías adoptadas y las normas de comportamiento”.

Y plantea que “una historia similar podría ocurrir si la sociedad continúa transitando ciegamente hacia un mundo digital sin regulación y ambientalmente no examinado”.

Internet también contamina

El internet, ese espacio omnipresente y etéreo que satisface nuestras necesidades reales desde una aparente inmaterialidad, funciona con recursos del mundo real: depende de la extracción de materiales y del desecho de los mismos tras su vida útil.

El repertorio de insumos que devora la industria de las tecnologías de la información incluye agua, plásticos, metales y minerales variados tales como las llamadas “tierras raras”, que conforman un grupo de elementos químicos difíciles de encontrar en estado puro en la naturaleza.

Por ejemplo: a pesar de los múltiples esfuerzos de su fabricante por disminuir el uso de materiales, el iPhone 12 -el más reciente de la gama- no ha dejado de utilizar aluminio, tantalio, tungsteno, oro y cobalto, entre otros, según la propia Apple. Sin el tungsteno, clave para su motor háptico, el iPhone no podría vibrar como lo hace. El oro en el cableado del chip le permite conducir señales eficientemente, mientras que el aluminio le permite ser resistente y ligero a la vez.

Este impacto ambiental tiene además un componente social ineludible. Así lo demuestra la explotación de niños que existe en las minas de la República Democrática del Congo, de las que se extrae el coltán o “el nuevo oro negro”, un mineral clave para las baterías inteligentes de litio que portan los dispositivos electrónicos.

En diciembre de 2019 varias familias congolesas acusaron a las gigantes tecnológicas Apple, Google, Dell, Microsoft y Tesla de fomentar muertes y heridas graves en niños explotados por una minera inglesa que les proveía el cobalto extraído de aquel país africano mediante pésimas prácticas laborales. Las firmas fueron llevadas a juicio ante un tribunal de Washington DC, el cual sigue su curso.

Ese tipo de abusos para obtener “minerales de zonas en conflicto” no son excepcionales y se replican en países como Bolivia, Myanmar, Ghana e Indonesia, ante la renuencia o la incapacidad de la industria tecnológica y los reguladores gubernamentales para atajar el problema.

Y hay más. Al final de su vida útil, un iPhone 12 habrá generado un mínimo de 70 kilos de gases de efecto invernadero equivalentes en dióxido de carbono (CO2e), la misma cantidad que produce un automóvil promedio en un viaje de ida y vuelta entre la Ciudad de México y Puebla.

Hay que conformarse con poco: Apple, que ha hecho intentos por transparentar y mejorar sus prácticas, reciclando y sustituyendo materiales conflictivos, es un caso especial, ya que la mayor parte de la industria aún se mueve a oscuras en cuanto a su impacto ambiental y social.

Además, desde una vista panorámica, las computadoras, tabletas o teléfonos móviles son apenas un extremo de la gran infraestructura que da vida a internet y que abarca millones de kilómetros de cables y de toneladas de aparatos repartidos por todo el mundo (discos, servidores, repetidores).

Y son toneladas de material que ahí están, contaminando.

Tan sólo el cable GTT Atlantic (uno entre los más de 400 que cruzan los océanos del mundo para afianzar las telecomunicaciones entre continentes) contiene suficiente metal, aislante y fibra óptica para completar un recorrido de doce mil kilómetros que conecta Gran Bretaña, Canadá, Irlanda y Estados Unidos, transmitiendo datos a una velocidad de 10 terabytes por segundo (10 billones de bytes; no por nada el prefijo latino tera significa “bestia”).

Cuando se voltean a ver los aparatos electrónicos que desechamos cada año como basura electrónica, el monto es igualmente monstruoso: 50 millones de toneladas anuales de artefactos simplemente tirados, según la Global E-waste Statistics Partnership (GESP). A la inversa de su proceso de extracción, los costos ambientales y sociales de estos desperdicios tecnológicos son exportados de países desarrollados como los europeos a los más pobres.

Las nuevas catedrales

Los aparatos en la era del internet son como abejas disgregadas que no se explican sin una colmena. Y el mayor impacto de internet está ubicado precisamente ahí, en el epicentro de su infraestructura: los centros de procesamiento de datos (data centers, en inglés).

Como salidos de un paisaje de ciencia ficción, se trata de galerones kilométricos de computadoras interconectadas entre sí que, absortas en zumbidos y centelleos de lucecillas, se encargan de almacenar y procesar los datos que dan vida al internet: nuestros perfiles de redes sociales, correos electrónicos, los respaldos de nuestros discos duros o las películas de nuestro servicio favorito de streaming. Son el cuerpo tangible de lo que la industria nos ha presentado como “la nube”.

Estos centros de procesamiento de datos son inmensos. El más grande del mundo -ubicado en Lanfang, China- se extiende en 585 mil metros cuadrados, lo que representa más o menos 100 canchas de futbol.

Como centros neurálgicos del internet y gestores permanentes de la información del mundo, estos data centers consumieron 205 terawatts/hora en 2018, un consumo casi 50 por ciento superior al del estado entero de Nueva York y equivalente a uno por ciento de la electricidad global, de acuerdo con un artículo publicado en la revista Science en febrero de 2020, antes de la emergencia sanitaria.

Pero tales centros informáticos no sólo devoran energía, sino también cantidades industriales de… agua.

Catedrales de nuestro mundo. Foto: Israel Palacio / Unsplash.

Sí, todo procesamiento de datos genera calor, que si no es controlado disminuye la eficiencia de las máquinas y puede llevar a fallas graves en sus componentes. Una computadora doméstica simplemente enciende un ventilador que refresca la máquina, pero los centros de procesamiento son tan complejos que tienen un sistema de enfriamiento similar al de un automóvil, usando torres de refrigeración donde el agua que circula al interior disipa el calor y mantiene la temperatura en niveles óptimos.

Un centro de datos con capacidad de 1 Megavatio (el suministro de electricidad para 330 viviendas durante una hora) con un sistema estándar de enfriamiento, consume al año 25.5 millones de litros de agua, según la consultora Uptime Institute. Suficientes para llenar 10 albercas olímpicas.

“Los centros de datos son megaestructuras físicas sin precedentes. Así como la catedral definió el periodo gótico, el centro de datos es el edificio por excelencia de nuestra modernidad. Son monstruos energéticos que dependen del agua para la refrigeración de los cientos de miles de ordenadores”, explica a Underground Pablo Gámez, un periodista costarricense radicado en Holanda que ha seguido de cerca durante los últimos cinco años las múltiples implicaciones del internet.

“Lo digital -dice- está compuesto por una infraestructura física, que posiblemente es la más grande jamás creada por el ser humano”.

Energía, la clave

Mientras el ir y venir de datos mediante impulsos eléctricos sea la principal actividad de internet, el consumo energético de esta industria seguirá siendo el núcleo de su impacto ambiental. Dicho de otro modo: la energía eléctrica mueve al mundo virtual.

Al entrar a un sitio web, el programa para navegar en nuestros dispositivos envía una solicitud al servidor físico (probablemente alojado en un centro de procesamiento de datos) donde se encuentra la información de la página a la que se quiere acceder. Luego, el servidor envía una respuesta y el navegador empieza a cargarla, un paso que toma más tiempo si hay imágenes o videos de por medio. Esas etapas son requisitos para poder apenas desplegar una sola página web, y cada una de éstas requiere energía.

Lo mismo sucede al revisar las novedades en una red social, enviar nuestra voz en un mensaje de audio o transmitir nuestra imagen durante una videollamada: se activan procesos torales del internet (almacenamiento, transferencia y procesamiento de datos) que tienen como condición irreductible el uso de impulsos eléctricos.

Debido a que esos procesos son dispersos, no es fácil percatarse de ellos. Inician en nuestra computadora y pueden continuar en varios países en las zonas más remotas del mundo. “No nos damos cuenta porque es algo que es intangible; no lo podemos tocar”, afirma a este medio la bióloga Gabriela Jiménez Casas, investigadora del Instituto de Ecología de la UNAM, quien agrega: “Se nos hace irreal decir que aquí está este correo electrónico, este cuadrito virtual. Pero aunque no lo podamos tocar, está contaminando”.

Ha sido así como algunas de las promesas hechas al inicio de la mudanza digital- ese proceso en que se comenzaron a sustituir actividades tradicionales por su equivalente digital como el dejar de recibir correos físicos para usar más los digitales- no se han podido cumplir para nada. Por ejemplo, se ha insistido durante años que se ayudaría al ambiente con la sustitución de las versiones impresas de recibos de compra, estados de cuenta bancarios y publicidad comercial a formatos digitalizados enviados en correos electrónicos. Sin embargo, todo indica que sólo se está cambiando la forma de la contaminación.

Jiménez Casas estima que la energía eléctrica utilizada para enviar un e-mail puede emitir hasta 50 gramos de CO2, dependiendo de la cantidad de imágenes o videos adjuntos que contenga. Lo anterior equivale a imprimir por lo menos 10 hojas tamaño carta. Y considerando que el volumen global de envíos de correos electrónicos crece año con año alrededor de 25 por ciento -según la consultora anglo-estadunidense Validity-, se puede esperar un crecimiento paralelo de la contaminación de este servicio de internet.

Agua y tierra también

La huella ambiental del internet es un fenómeno relativamente reciente, por lo que los investigadores batallan para seguirle el paso y documentarlo cabalmente. Hasta el momento, la mayoría de los estudios se han concentrado en la generación de CO2 por el consumo energético, pero investigadores como la estadunidense Renee Obringer han advertido también de otros impactos en el mismo campo.

Desde su perspectiva, una evaluación integral de los costos ambientales del uso de internet no puede recaer solamente en la huella de carbono, sino también en las que deja respecto al agua y la tierra, que, aseguran, no han sido bien estudiadas.

En un esfuerzo por suplir este vacío de información, Obringer y otros científicos exploraron estos tres ámbitos de la huella ecológica del internet tomando como referencia el uso de 1 gigabyte (Gb). Para tener una idea más concreta, esa unidad de datos es suficiente para abrir 600 páginas web, enviar 350 mil mensajes instantáneos, ver 30 minutos de video en alta resolución o dos horas en calidad estándar, reproducir 200 canciones o tener cuatro horas de videoconferencias.

El equipo científico estimó que 1 gigabyte producía en promedio 32 gramos de CO2, la misma proporción que genera un pasajero al viajar tres kilómetros en tren en Gran Bretaña. La huella de agua tampoco es cualquier cosa: equivale a una media de gasto de tres cuartos de litro, o lo suficiente para preparar dos raciones de sopa. Mientras que la huella de tierra que causa es de 11 centímetros cuadrados, que alcanzaría para llenar una maceta de mesa.

Componentes contaminantes y bajo la mira de los activistas de derechos humanos. Foto: Sajad Nori / Unsplash.

Partiendo que hay más de cuatro mil millones de internautas en el mundo (poco más de la mitad de la población mundial), la mayoría de las estimaciones coinciden en que internet se traga actualmente nada menos que entre tres y siete por ciento de la energía global. Es también lo que consume la aviación comercial, una industria que recibe fuertes críticas por su contribución al cambio climático. Pero el punto más preocupante es que está proyectado que el crecimiento de la industria de las tecnologías de la información se duplique para 2025, lo que supera cualquier progreso en la aviación.

Lo que hacemos en internet no es distinto a tirar basura o a usar un carro contaminante, sólo que no lo vemos. En términos de la huella de carbono digital, esta estructura es insostenible”, explica Gámez, quien imparte cursos y es asesor en materia de “bienestar, sustentabilidad y transformación digital”.

Ante el ascenso vertiginoso del uso del internet, los especialistas esperan que la transición energética permita a esta industria hacer compatible su crecimiento neto con una disminución en emisiones. Prevén incluso que las empresas tecnológicas ejerzan presión sobre los líderes políticos para transitar hacia energías limpias.

Gigantes como Google, Facebook y Amazon ya se han comprometido a operar 100 por ciento con fuentes renovables, y con ello han obligado una reconfiguración del mercado energético en países como Estados Unidos, aún a pesar de la insistencia del entonces presidente Donald Trump por revivir la producción del contaminante carbón en estados como Virginia. Sin embargo, del otro lado del mundo las corporaciones asiáticas (como Baidu, Tencent, Hulu) reflejan aún la dependencia de países como China al carbón, según el reporte Clicking Clean, publicado por Greenpeace en 2017.

Ese informe advierte que “la demanda de energías renovables debe ser tan importante o incluso más que los esfuerzos corporativos actuales alrededor de la privacidad, la vigilancia gubernamental o la reducción de cargas fiscales”.

Consumos distintos

Afirmar que cada usuario de internet en el mundo es responsable por la emisión de 414 kilos anuales de CO2 es una deducción lógica que resulta de dividir mil 700 millones de toneladas de emisiones que produce entre 4,100 millones de personas que navegan en la red a nivel global.

Pero en este caso la aritmética puede resultar engañosa si no se consideran las relaciones de poder que incluyen a la geopolítica y las clases sociales.

La mencionada investigación de Obringer y sus colegas lo hizo, y comparó las huellas de carbono, agua y tierra de 13 países con distintos niveles de desarrollo: Brasil, China, Francia, Alemania, India, Irán, Japón, México, Pakistán, Rusia, Sudáfrica, Reino Unido y Estados Unidos. De ellos, las huellas de carbono de China, India, Irán, Japón, Sudáfrica y Estados Unidos superaron la media global. Pero en cuanto a uso de agua y tierra, Brasil, Alemania y Reino Unido tienen huellas 200 por ciento superiores al promedio, lo cual ilustra el fuerte impacto de estos países desarrollados.

Esta realidad se repite en cuanto a la penetración de internet en un país, calculada como un porcentaje derivado del total de usuarios entre el total de la población. De tal modo que mientras en partes de Europa y en Norteamérica la penetración supera 90 por ciento, en Asia está por debajo de 75 por ciento, según datos recabados por el investigador Joseph Johnson. No obstante, el número de usuarios totales es mayor en Asia (2,525 millones) debido a la densidad poblacional. Europa registra tres veces menos (727 millones) y Norteamérica muy pocos en comparación (332 millones).

Y algo más: no todos los consumos de internet son iguales. Uno de los más contaminantes por sus características técnicas es el uso de datos móviles. Así que mientras un finlandés utiliza mensualmente en promedio 23.5 gigabytes, un usuario chileno no llega a los 10, y esto en un comparativo entre países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Otros reportes no oficiales dan cuenta de un uso menor a 1 gigabyte en África subsahariana.

Con la entrada de la tecnología 5G (el sistema que permite mayor capacidad de conectividad) en Estados Unidos se proyecta que el uso de internet crezca a 50 gigabytes por mes.

A la ecuación sobre el uso del internet se suman otros factores, como la calidad de las redes y los planes de financiamiento, además de la cantidad y las características de los dispositivos electrónicos. En este último rubro, los relojes y pulseras inteligentes no tienen más de cinco por ciento de penetración en países en desarrollo como México, Argentina o Brasil, pero en Estados Unidos, Noruega y Japón la utilización de esos dispositivos se triplica, asegura en un reporte de 2017 la consultora internacional Deloitte.

Estas diferencias de desarrollo y capacidad de consumo entre países son extensivas a las clases sociales en cada uno de ellos, explica a Underground César Pineda, investigador del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM.

“Aunque estamos todos en pandemia, el uso energético del internet evidentemente está jerarquizado por la clase social. Son las clases medias y altas, como en todo consumo, las que están haciendo estallar el consumo energético y de datos, y haciendo que a través del internet generemos una nueva y colosal forma de demanda energética”, explica Pineda. Asegura que “mientras no tengamos claro estas jerarquías de consumo, seguiremos pensando que el uso de internet es una necesidad que nos iguala”.

Consciencia, el primer paso

Hablar del impacto ambiental del internet implica confrontar un viejo dilema del desarrollo: ¿Qué valoramos más? ¿La integridad de nuestro planeta y entorno, o los beneficios y comodidades de la actividad que los contamina?

Una investigación realizada en Francia -Recortando la huella ambiental de internet- por las universidades de Touluse y Bourgogne,  encontró que, en este choque, los usuarios generalmente defienden su posibilidad de seguir usando la red debido a la sensación de impotencia ante el tamaño del problema y al gran costo personal que podría implicar modificar sus hábitos de consumo.

“Los consumidores parecen reacios a aceptar su parte de la responsabilidad. En su lugar esperan soluciones de compañías y gobiernos”, afirma el estudio encabezado por Leila Elgaaied-Gambier, Laurent Bertandias y Yohan Bernard, el cual fue publicado a finales de 2020.

Tanto ellos como sus contrapartes estadounidenses en el equipo de Obringer, así como los especialistas mexicanos consultados, coinciden en que cualquier esfuerzo por atender este problema tan complejo comenzará cuando los usuarios, las empresas y los reguladores tomen consciencia sobre la huella ecológica del mundo digital. Sin olvidar una mayor investigación para conocer la situación de manera más precisa.

“Esta estructura digital tiene grandes ventajas, pero también grandes desventajas. Y para mejorarla no podemos hablar sólo de sus bondades; nos hace falta una buena dosis de pensamiento crítico, lejos del discurso de las grandes corporaciones tecnológicas”, explica el periodista Gámez.

Sin embargo, para la bióloga Jiménez estas condiciones se ven todavía lejanas ante la emergencia por la pandemia de COVID-19. “Todo esto (la contaminación digital) no es ni siquiera secundario, es terciario, pero hay que empezar a buscar la manera de utilizar y disfrutar (internet) sin aumentar la huella de carbono que produce”, afirma.

Infografía: Estefanni Martínez.

En tanto, para el investigador Pineda el problema va mucho más allá del internet y se enraíza en el modelo económico global que aboga por un crecimiento indefinido del consumo. “El consumo ilimitado de los países del norte (los desarrollados) y las élites, no permite pensar en alternativas razonables para fomentar límites y regulaciones colectivas e individuales que pudieran hacernos pensar en una racionalidad de la demanda energética”.

Por eso, opina a manera de conclusión, “lo primero es denunciar y visibilizar todo el proceso de `capitalismo verde´ que legitima al mercado como solución a la crisis ambiental, porque la gente asume que la tecnología vendrá a salvarnos”.

DETRÁS DE LA HISTORIA

La huella ambiental del internet en realidad no es un tema nuevo, aunque todavía suscita reacciones de sorpresa entre muchos lectores que se enteran de ella por primera vez. Yo había tenido el tema en el radar durante varios años, pero no había encontrado una coyuntura para abordarlo ni un medio receptivo a algo tan complejo y que puede causar cierta repulsión entre la audiencia. En este sentido, la pandemia abrió una oportunidad al obligar a una inmersión completa en las tecnologías de la información y la comunicación, en la que de la noche a la mañana nuestras transacciones cotidianas se mudaron a plataformas como Zoom, Google Meets o Microsoft Teams.

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