BRUSELAS, Bélgica.- Fernando Correa recuerda que cuando se graduó de arquitectura por allá de diciembre de 1996, su padre le dio algo de dinero y le dijo que se fuera a viajar por el mundo. Pocos meses después, Fernando ya estaba en Chicago trabajando por primera vez para un despacho de arquitectos.
Al principio, el arquitecto mexicano tuvo que dormir sobre un colchón prestado en un modesto cuartito que no tenía ni cortinas. Aunque en su trabajo le pagaban en cheque -es decir, sin estar dado de alta-, el monto que recibía le permitía a un joven como él, sin familia qué mantener y sin deudas, pagar la renta y hacer cierta vida social. Pero sobre todo pudo hacerse de unos buenos ahorros y aprender en aquel despacho el manejo de programas y herramientas importantes en su profesión, todo lo cual le abrió el camino para saltar a Italia, donde vive desde hace 26 años, y con el paso del tiempo forjarse con mucho esfuerzo un nombre en el mundo del diseño de lujo.
Fernando nació en la Ciudad de México hace 50 años, pero siendo muy pequeño migró a Toronto, Canadá, con sus papás. Cuando poco después la familia regresó al país ésta fincó su residencia en Querétaro. “Así que no tengo nada de chilango”, comenta, entre risas, en entrevista telefónica desde dicha ciudad, donde se encontraba de vacaciones.
Egresado del campus Querétaro del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (conocido simplemente como el Tec), Fernando siempre fue un buen estudiante, incluso becado, y con unas ganas enormes de salir del país. No obstante, sin una familia rica, el único intercambio internacional al que alguna vez estuvo a punto de ir -a una escuela de Texas- lo tuvo que suspender por culpa de la crisis del peso de diciembre de 1994. “Mi papá me dijo que con toda la pena tenía que quedarme. No me podía pagar los gastos de avión y manutención”, relata.
Por eso, durante los ocho meses que estuvo en Chicago, Fernando se dedicó a preparar su viaje a Belgrado, la capital de Serbia, en donde había conseguido un intercambio de prácticas profesionales. Era tanta su motivación por cruzar a Europa que hasta rechazó la posibilidad de obtener en ese momento una green card, un permiso de trabajo en Estados Unidos.
Con un boleto sólo de ida, el arquitecto mexicano de 23 años tomó un avión a Ámsterdam -en donde dice que “todo un mundo se abrió” para él-, de ahí viajó a Alemania y a finales de 1997 llegó a Serbia, país que había nacido apenas cinco años antes -junto con Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia y Montenegro- a partir de la fragmentación de la comunista Yugoslavia. Fue tan reveladora su experiencia europea, y en particular su estancia de algunos meses en Belgrado, rodeado de estudiantes de todo el mundo, que decidió hacer todo lo posible para quedarse en el Viejo Continente.
Algunos compañeros suyos habían logrado vivir en Francia trabajando como au pair (niñera o niñero en una familia de acogida), por lo que Fernando intentó hacer lo mismo en Italia. Lo atraía la idea de aprender el italiano como tercer idioma (ya hablaba inglés), pero igualmente quería evitar el frío de la mayoría de los países europeos. No fue fácil encontrar una familia italiana que aceptara a un muchacho como cuidador permanente de sus hijos pequeños, pero finalmente hubo una -en realidad una madre divorciada- que lo recibió con los brazos abiertos en Reggio Emilia, en el norte del país.
Paréntesis: en su camino hacia Reggio Emilia, Fernando alcanzó a visitar Sarajevo, en Bosnia-Herzegovina, así como Montenegro y Kosovo antes de la terrible guerra que estalló poco tiempo más tarde en la región y que cimbró a Europa y el mundo. Él comenta que cuando pasó por ahí se podían sentir a flor de piel las tensiones y resentimientos que ya existían entre distintas comunidades.
En la ciudad costera de Bar, en Montenegro, el mexicano tiene todavía muy presente en la memoria el viaje que hizo en transbordador para cruzar el mar Adriático y desembarcar en Bari, ya en Italia, en un recorrido que duró unas nueve horas. “No tenía idea de qué me esperaba, pero llegué con una familia maravillosa. La madre era una mujer con una mentalidad muy abierta”, cuenta.
Fue a través de ella, quien avisó a otros papás de la escuela de sus hijos que “tenía un chavo arquitecto que buscaba trabajo”, que entró al estudio de arquitectos de Duccio Grassi y, así, al circuito de las grandes marcas de moda. Antes de que ello ocurriera, Fernando estaba a punto de irse a Milán “dispuesto incluso a lavar platos”.
Era febrero de 1998 y el punto de arranque de su etapa bajo el manto de Duccio Grassi, su “mentor”, que duró hasta 2012, cuando Fernando fundó su propio despacho. Durante esos años, su evolución creativa nunca paró, ni siquiera mientras esperó que el Estado italiano le diera el permiso legal de poder vivir y tener un empleo en el país. “Fue un desmadre sacar los papeles. Tomó todo un año. Sufrí mucho durante ese tiempo. Veía a la policía y tenía miedo de que me fueran a cachar (que era indocumentado)”, recuerda con nostalgia el mexicano, quien hoy goza también de la nacionalidad italiana.
En 2000, su primer proyecto importante -el primer “bebé”, lo llama él- fue el diseño en Tokio, Japón, de un edificio de Max Mara, la empresa italiana que comercializa ropa de alta gama. El segundo, al siguiente año, fue otra tienda de la misma casa de moda en el conocido barrio londinense de Soho. Ésta rentó un terreno sobre el que construyó un inmueble que costó millones de dólares y de cuyo diseño se encargó el arquitecto mexicano. “Fue una colaboración creativa maravillosa entre Duccio y yo”, dice a Underground Periodismo Internacional.
Fotos: Correa Granados Architects
“Durante esos años tuve la fortuna de poder cumplir mis caprichos de diseño en muchas tiendas. Éstos fueron muy bien aceptados, pero yo no sabía cuánto costaban”, confiesa, y añade: “Nosotros nos ocupábamos de crear design y los despachos de arquitectura de, por ejemplo, Max Mara o Canali (otra marca italiana pero de moda masculina) se ocupaban de encontrar a los proveedores para hacerlos realidad”.
Fue 2007 el año que marcó un momento decisivo de su vida no sólo profesional: por un lado, se mudó a la capital de la moda italiana, Milán, con su pareja de entonces -un reconocido director artístico y diseñador- y, por otro, se asoció con Duccio Grassi en una nueva oficina que el mexicano se encargó de abrir -y administrar totalmente- en esa misma ciudad.
“Esos años -explica Fernando- fueron muy productivos. Tenía más de 40 proyectos. Tiendas aquí y allá. Yo me ocupaba del proyecto más grande de Canali hasta el más chiquito, y únicamente de los más importantes de Max Mara en cuestión de diseño: en Hong Kong, Los Angeles…”.
Fotos: Correa Granados Architects
Tras separarse de su mentor, Fernando continuó en su propio emprendimiento, Correa Granados Architects, especializado en la decoración y desarrollo de nuevos conceptos para tiendas de lujo. En colaboración con el director creativo Enrico Picasso, el arquitecto mexicano ha realizado recientemente los escaparates de varias tiendas de la famosa casa napolitana de alta costura Kiton.
Con Picasso también comenzó a diseñar las boutiques de la firma italiana de joyería fina Chantecler. Y lo mismo con un establecimiento de La Maison Couture en Milán. Y es que el trabajo de Fernando es tan reconocido en su medio que no por nada está presente como pocos en el llamado Cuadrilátero de la moda o Cuadrilátero de Oro, el área de tiendas exclusivas ubicada en el centro histórico de Milán.
Explica: “La parte creativa es de Enrico y en la construcción de la idea entro yo. La parte técnica la manejamos nosotros en el despacho”. Un principio guía la actividad de Fernando: lo más importante para él es que el diseño ayude a resaltar el producto del cliente. “Muchos, sobre todo en el mundo de la moda, se ponen ellos mismos como los protagonistas a través de sus diseños de interiores”, lamenta.
Su más reciente proyecto es WAW Collection, una nueva marca para la que diseña y produce lámparas, muebles y accesorios “que despierten emociones de asombro”. Su principal producto es la Be Water Lamp, una lámpara cilíndrica de cristal que genera una luz tenue y bien trabajada que evoca reflejos de agua. Para ahondar la experiencia, ésta se vende en una caja de aluminio tipo origami con cuatro chocolates, una llave Allen y tuercas para la instalación, cuatro fragancias ambientales, guantes para no dejar huellas en el cilindro de cristal y una tarjeta para acceder a una playlist personalizada de Spotify. “Mi lámpara es collection design (diseño de colección). Está pensada para ser una experiencia exclusiva”, explica.
Fernando echa chispas cuando relata que marcas chinas le piratearon el diseño de su lámpara y comercializan una versión mediocre de ésta que, por ejemplo, no ofrece toda la gama de matices que sí ofrece la suya, la cual patentó en México y en otros países como China desde 2019.
“No me extraña que los chinos se estén copiando mi lámpara hasta entre ellos, pero eso no quita que sea muy doloroso para mí”, señala Fernando, quien ha invertido mucho tiempo y recursos económicos en este proyecto. Su determinación por combatirlos es tal que contrató a una empresa para que ésta advierta a las publicaciones que reseñen o promocionen esas luminarias chinas que se trata de copias chafas de la suya.
En la nueva edición de la Be Water, la cual todavía no sale a la venta, fue eliminado el uso de acrílico para hacerla más sostenible y adelgazado el motor, que funciona con una batería recargable. Nada que ver con la que venden los chinos.
Con más de 20 años de carrera internacional, Fernando agradece todo lo que ha aprendido de los italianos: el diseño, la excelente mano de obra, el proceso artesanal y la originalidad. Eso sí, en un futuro señala que, “en definitiva, quiero trabajar con artesanos mexicanos; quiero impulsar el diseño ítalo-mexicano”.
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