Conocí a Suhaima, la protagonista de este reportaje, en abril de 2017 en Dohuk, al norte de Irak, cuando fui invitada a presenciar un grupo de terapia en la sede de una ONG local que daba apoyo a las supervivientes de la esclavitud sexual del Estado Islámico (EI). Era la primera de varias reuniones para la preparación de un documental que había encargado dicha ONG. Cuando descubrí a Suhaima entre el grupo de seis jóvenes me estremecí. Era sólo una niña.
Estaban aterradas porque temían que las obligáramos a hablar, como había sucedido al ser liberadas. Obligadas a hablar por las autoridades kurdas, por la prensa local, por la prensa internacional, por miembros de ONG, por la inteligencia militar. Ellas también querían hablar, reclamar justicia. Pero cada nueva entrevista suponía una rememoración del infierno que habían sufrido. El acercamiento a ellas imponía un tremendo respeto. ¿Cómo entrevistarlas sin dañarlas más? La terapeuta Eivor Lægreid estuvo presente y facilitó que su testimonio fuera lo más laxo e inocuo posible.
Ninguna de ellas fue obligada a hablar. Suhaima guardó silencio durante la mayor parte de este primer encuentro. Lo siguiente que supe de ella fue que sus padres le habían dado total libertad para que hablara con nosotros. Nos recibieron en su habitáculo del campo de desplazados de Qadia, y nos dejaron a solas con ella. Me sorprendió su valentía, su entereza, su sentido de la identidad y sus ganas de vivir. Este reportaje se escribe en honor a ella y a todas las mujeres yazidíes que sufrieron la esclavitud del EI.