Los atentados terroristas de París en noviembre de 2015 y los de Bruselas en marzo de 2016 han sido los más sangrientos en Europa. El planificador -o uno de ellos- fue el belgo-marroquí Oussama Atar, un niño “tímido y tranquilo” que se convirtió en jefe de operaciones exteriores de la organización terrorista Estado Islámico. Él será juzgado “en ausencia” en el juicio que comenzó en la capital francesa el 8 de septiembre pasado. Un libro de reciente publicación en Bélgica -disponible sólo en francés- busca comprender desde su infancia los motivos que lo llevaron al abismo de la radicalización religiosa.
BRUSELAS, Bélgica.- El 29 de abril de 2019, meses antes de morir durante una acción de las tropas estadunidenses en Siria, el máximo jefe del autodenominado Estado Islámico (EI), Abou Bakr al-Baghdadi, difundió un mensaje en video a través de la red de mensajería Telegram, usada por sus seguidores. En ella agradeció la valentía de los combatientes yihadistas en la feroz batalla de Baguz, el último reducto de esa organización terrorista que semanas antes había caído en manos de las tropas kurdas apoyadas por los bombardeos de la coalición internacional liderada por Estados Unidos. Baghdadi prometió vengar la muerte de los “mártires” con más ataques contra Occidente.
El autoproclamado “califa” mencionó en su arenga los nombres de guerra de dos de esos “mártires”, miembros de la cúpula del EI, a quienes rindió homenaje. Uno de ellos, con alto rango de comandante, captó de golpe la atención de los servicios de seguridad belgas: Abou Yassir al-Belgicki.
De inmediato, los expertos del Órgano de coordinación para el análisis de la amenaza -terrorista y extremista- (OCAM por sus siglas en francés) concluyeron que se trataba de Oussama Atar. Ese ciudadano belgo-marroquí es acusado por la justicia de Bélgica y de Francia de haber sido el cerebro planificador -desde Raqa, al norte de Siria- de los atentados terroristas más sangrientos cometidos en Europa: los de París -el 13 de noviembre de 2015, en los que murieron 130 personas y fueron heridas más de 400 a las afueras del Stade de France, en varias terrazas y en la sala de conciertos Bataclán- y los de Bruselas cuatro meses después -el 22 de marzo de 2016, que se saldaron con 35 fallecidos y 340 heridos en el aeropuerto de Zaventem y en una céntrica estación de metro en el área de las instituciones de la Unión Europea-.
Autoridades belgas y francesas coinciden en dar por hecho que Atar fue asesinado en Siria de un disparo salido de un dron estadunidense el 17 de noviembre de 2017. Sin embargo, a falta de una prueba formal de su deceso -como una identificación genética-, el terrorista será juzgado “en ausencia” -como cinco más- en los procesos que se desarrollan en los tribunales de ambos países. El juicio en París comenzó con todos los reflectores mediáticos el pasado 8 de septiembre, mientras que en Bélgica su inicio está programado para la segunda mitad de 2022 y se llevará a cabo en un edificio judicial de alta seguridad -la antigua sede de la OTAN- a las afueras de Bruselas. En el caso francés son juzgadas en presencia 14 personas, 10 de las cuales también se sentarán en el banquillo de los acusados en Bélgica. Uno de ellos es Salah Abdeslam, un franco-marroquí de 32 años nacido en la capital belga -donde fue arrestado el 18 de marzo de 2016- y único sobreviviente de los 10 terroristas que perpetraron los ataques en París.
“Todo mundo conoce a Salah Abdeslam y Abdelhamid Abaaoud (reclutador y coordinador sobre el terreno de los ataques en París), pero detrás de esos yihadistas hay una sombra enigmática: Oussama Atar. Este hombre nacido en Bruselas era el responsable de las operaciones exteriores del Estado Islámico”, refiere una investigación conjunta del periodista Christophe Lamfalussy y del antiguo director de operaciones de Médicos Sin Fronteras y actual diputado, Georges Dallemagne, la cual acaba de ser publicada en un libro titulado El clandestino de Daech (acrónimo en árabe de Estado Islámico).
Expertos en terrorismo y conocedores de Irak y Siria -países en los que han estado varias ocasiones-, los autores querían comprender cómo un niño nacido en Bélgica, nieto de un migrante marroquí, se había convertido en el líder de las Células de operaciones exteriores del EI y llevado a cabo los peores atentados conocidos en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Y para ello se sumergieron en la historia de Oussama Atar, en el ambiente social y familiar en el que transcurrió su infancia y adolescencia en la comuna de Laeken, al norte de la capital belga. El futuro terrorista -ironía del destino- creció a proximidad de la residencia real y del Atomium, uno de los principales símbolos nacionales.
EL CHICO TÍMIDO
Oussama Atar nació en Bélgica el 4 de mayo de 1984. Siendo todavía muy pequeño, sus padres Ahmed y Malika se instalaron en una modesta casa de dos pisos en la Plaza Willems de Laeken. Su abuelo materno emigró desde Marruecos a principios de los años 60 para trabajar en las -entonces- prósperas minas de carbón de Genk, una ciudad industrial en la frontera con Alemania y los Países Bajos. Su padre era pulidor y trabajaba en la construcción; su madre se dedicaba al cuidado y la educación de él, sus dos hermanos más chicos y sus cuatro hermanas.
Personas que conocieron a la familia Atar en aquella época relatan en el libro que la madre de Oussama siempre puso atención a que éste no se juntara con “vagos” ni tuviera “malas influencias”. Y hasta cierto punto lo logró, ya que los entrevistados lo recuerdan como un chico “reservado, un poco tímido y tranquilo” que jamás causó problemas, lo cual lo hacía un bicho raro en el ambiente en que creció.
A finales de los 80, la gente que pudo se mudó de esa zona de Laeken y se quedó -y llegó- una población de origen inmigrante y musulmán, principalmente marroquí, duramente golpeada por el desempleo y la precariedad. Muchos jóvenes, marginados por el resto de la sociedad y sin nada más que hacer que ver pasar el tiempo en la calle, tenían problemas de identidad y violencia, lo que empujó a no pocos a la pequeña delincuencia. Y a veces más, como fue el caso del tío de Oussama, que junto con un cómplice golpeó a un hombre hasta que creyó haberlo matado. Evitó la cárcel nada más porque era menor de edad.
Las organizaciones sociales dieron el grito de alerta a las autoridades y a principios de los 90 se dio un flujo de recursos en proyectos de apoyo a ese segmento de la población, narra la investigación de Lamfalussy y Dallemagne. En 1993, cuando Oussama tenía nueve años, justo al lado de su domicilio fue abierta una “casa de la juventud” de nombre Montana, en donde los muchachos podían reunirse y entretenerse en actividades sanas siempre bajo la guía de comprometidos trabajadores sociales. El comisariado de Laeken acompañaba el proyecto de una manera positiva y amigable.
Siempre hubo dificultades para reorientar a los muchachos, señalan los animadores de aquel período que cita el libro. Sin embargo, al paso de los años no sólo continuó reinando la violencia en la vida de estos jóvenes de padres ausentes, sino que, sin poder hacer nada en contra, “el espacio público y privado estaba saturado de religión”, explica quien fuera la coordinadora social de Bruselas, referida sólo como Ann. Y es que la mezquita del barrio (de nombre El Mouahidine) comenzó en un momento dado a promover entre la comunidad la doctrina más extremista del islam -el wahabí- tras recibir fondos de Arabia Saudita, en tal cantidad que pudo agrandarse y abrir una escuela. Después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, en la Plaza Willems, justo frente al Montana, yihadistas que venían de zonas de guerra en Afganistán, Siria o Irak se sentaban a platicar con los jóvenes sobre la “lucha heróica” de Al Qaeda o el Talibán.
La policía no veía nada peligroso en todo ello, dice a los autores Patrick Wouters, el entonces comisario de la policía de Laeken, quien ahora admite que quizás fue “ingenuo” en pensar que con voluntad se arreglaría el problema. Y sí lo fue. El 18 de febrero de 2003 fue arrestado el propietario de la videoteca contigua a la casa de la familia Atar, Youssef El-Moumen, conocido porque siempre hablaba de religión. Su comercio lo frecuentaban niños y adolescentes para rentar películas y videojuegos.
Los agentes de seguridad belgas encontraron en su casa armamento -incluidas 14 granadas-, explosivos, 150 gramos de cocaína y propaganda en video de Al Qaeda, como discursos de su líder Osama Ben Laden. La seguridad del Estado sospechaba que el tipo había querido volar la torre Philips del centro de la capital, además de que tenía conexiones con la facción de Al Qaeda en Amberes (norte de Bélgica) que había suministrado de papeles falsos a los asesinos del comandante Massoud, el jefe de la resistencia contra los talibanes y Al Qaeda en Afganistán. Al final, El-Moumen fue condenado en 2005 a menos de cinco años de prisión.
En esa atmósfera de “presión integrista” religiosa pasó su infancia y primera adolescencia Oussama Atar, pero sin dar signos que inquietaran. Fue hasta que cumplió 17 años que un oscuro personaje marcó su destino: el sheik (maestro espiritual) fundamentalista franco-sirio Bassam Ayachi. Llegado a Bélgica en 1992, fue el fundador del Centro islámico belga de Molenbeek, un barrio al oeste de Bruselas. La inteligencia nacional asegura que desde ahí se extendió el extremismo en varias zonas de la demarcación, que desde los atentados de París carga con el estigma de ser “un nido de terroristas”, dado que algunos de los atacantes provenían de ella.
El hijo de Bassam Ayachi, Abdallah, era compañero de Oussama en una escuela de Molenbeek. Él fue quien lo invitó a pasar una temporada en Siria con su familia, viaje que se concretó en el verano de 2001. En una entrevista para el libro, Abdallah afirma que sólo pasearon en camping car y disfrutaron del sol. Un elemento del área antiterrorista de la policía federal belga (la llamada DR3) rechaza esa afirmación y asegura que Bassam Ayachi -cuyo nombre aparece todavía hoy en la lista de individuos sospechosos de terrorismo- “está en la base de la radicalización de Oussama Atar”.
“CHICO INTELIGENTE”
La invasión estadunidense de Afganistán en octubre de 2001 y luego la de Irak en marzo de 2003 impulsó a miles de jóvenes musulmanes europeos -al menos 4,000 según estimaciones de expertos- a enrolarse en la Yihad. Dos años después de su primer viaje a Siria, Oussama Atar regresó a Damas en septiembre de 2003 a estudiar el árabe durante dos años. Sus padres, resignados, lo dejaron ir. De acuerdo con la Dirección General de la Seguridad Interior de Francia (DGSI) y la Seguridad del Estado de Bélgica, Atar llegó al Instituto Al-Fatah, una escuela coránica reconocida por el gobierno sirio por donde pasaron algunos de los cabecillas de los atentados en Madrid del 11 de marzo de 2004 (191 muertos) y en Casablanca el 16 de mayo de 2003 (45).
Su amigo Abdallah cuenta en el libro que tuvo una comunicación por Skype con Oussama y éste era ya irreconocible: usaba barba y ropa tradicional. En marzo de 2004 -en una etapa de atentados suicidas y extrema violencia en Irak- la escuela, solidaria con el régimen de Sadam Husein, cerró sus aulas para los extranjeros. Estos pudieron así abiertamente viajar en autobús hasta la frontera con Irak, desde donde cruzaban a pie para unirse a los grupos terroristas. No se sabe cuándo precisamente Oussama llegó a territorio iraquí, pero en febrero de 2005 fue capturado por soldados estadunidenses en un control de ruta en Ramani mientras se dirigía, armado, a un hospital local tras haberse herido con un fragmento de granada cuando la manipulaba en un entrenamiento.
Fue encarcelado en la inefable prisión de Abu Ghraib por ingresar ilegalmente al país con papeles falsos y otros cargos. Ocho meses después la CIA informó del arresto a la inteligencia belga, que no tenía idea de quién era Oussama Atar. Peor aún: cuando dos agentes belgas lo interrogaron en una base militar estadunidense -a quienes les dijo que había viajado a Irak para brindar ayuda humanitaria y que dejó Bélgica porque su padre era muy severo y tenía malas calificaciones en la escuela- el reporte que éstos entregaron a sus superiores concluyó que el yihadista era una “persona inteligente” que había “aprendido la lección”. Bélgica solicitó a los estadunidenses que expulsaran a Atar a Bélgica, y que ellos se comprometían a someterlo a una vigilancia estricta y quitarle el pasaporte, de manera que no pudiera salir del país.
Pero Estados Unidos nunca cedió, a pesar de todos los esfuerzos que durante años desplegó el gobierno belga para conseguir su entrega. Washington siempre consideró peligroso al detenido. Pero visto en perspectiva cometió un gran error cuando a finales de 2006 lo transfirió a Camp Bucca, un centro de reclusión apodado “La Academia” por los yihadistas, ya que ahí se les permitió mezclarse con los antiguos oficiales de Sadam Husein y los reos menos radicalizados -que después se radicalizaron- y poder concebir y formar posteriormente la estructura de lo que sería el EI, fundado el 9 de abril de 2013.
En mayo de 2010 -recuerda la investigación- Oussama Atar recibió en apelación una condena de 10 años y fue cambiado de penal. Para ese momento, no sólo los estadunidenses lo catalogaban como un hombre muy radicalizado y peligroso, también los franceses y el OCAM (el órgano que analiza el riesgo terrorista en Bélgica), que en 2008 consideró su nivel de amenaza en tres de los cuatro posibles, el máximo estando el individuo en una prisión fuera del país. Sin embargo, la Seguridad del Estado belga (el cuerpo civil de inteligencia), de manera incomprensible lo calificó de “amenaza poco factible” (nivel dos).
En ese mismo momento, en 2010, la familia Atar logró desplegar una gran campaña mediática que acusaba al gobierno belga de no hacer lo suficiente para liberar a Oussama, al que presentaban como un joven ciudadano injustamente encarcelado mientras realizaba labores humanitarias en Irak. Y algo más: se decía -sin saber de dónde salió esa información- que padecía un cáncer de riñón que ponía en riesgo su vida si no se trataba urgentemente en Bélgica. El reclamo -resumido en el eslogan “¡Salvemos a Oussama!”- movilizó a la sociedad belga y a los partidos políticos -sobre todo de izquierda-, y atrajo la atención de los grandes medios de comunicación. Ni el reporte del Ministerio de Relaciones Exteriores, avalado por la Cruz Roja, informando que lo único que se dolía Oussama era de una infección en el colon, pudo acallar definitivamente la indignación.
Estados Unidos finalmente cedió a la insistencia belga y soltó a uno de los hombres mejor conectados a la cúpula del terrorismo internacional. Oussama Atar aterrizó en Bélgica el 16 de septiembre de 2012 en la más grande indiferencia, señalan los autores de El clandestino de Daesh. Su llegada únicamente ameritó una breve nota de la agencia de noticias Belga.
Los días siguientes, un juez lo acusó de “participación en grupo terrorista” y lo dejó en libertad provisional mientras empezaba su juicio. Desde entonces jamás fue controlado como lo había prometido el Estado belga a Estados Unidos.
Oussama solicitó su pasaporte y lo obtuvo sin problemas. En noviembre de ese mismo año, 2013, voló a Túnez en un viaje organizado y se instaló en un hotel de lujo. Cinco días más tarde, en un control de rutina de documentos de identidad, el yihadista fue arrestado por la policía de ese país y expulsado a Bélgica. Los servicios de inteligencia belgas se enteraron hasta tres días después leyendo la prensa, aseguran los autores de la investigación. Dos semanas después, el 11 de diciembre, fue la huida definitiva: Atar tomó un avión de Turkish Airways a Estambul y ya no regresó. Se internó en la zona siria conquistada por el EI para unirse a la élite terrorista.
Eso sí, antes de irse, Oussama pudo reclutar a amigos suyos de Laeken y a sus propios primos, los hermanos El Bakraoui. Ellos purgaban penas en prisiones distintas de Bélgica, a donde los visitaba constantemente para adoctrinarlos sin que ninguna autoridad carcelaria o policiaca se diera cuenta. Ibrahim se inmoló en el aeropuerto de Zaventem; Khalid en el metro de Bruselas.