El 19 de abril de 1943, un niño de 11 años saltó, con la ayuda de su madre, de un tren en Bélgica. Con ello, escapó de la deportación -y de la muerte casi segura- al campo de exterminio de Auschwitz. Ese pequeño era Simon Gronowski, quien en 2005 dejó plasmada su historia en el libro El niño del convoy 20. En entrevista alerta sobre el peligro del negacionismo y agradece a todas las personas que ayudaron a gente como él a sobrevivir al Holocausto.
BRUSELAS, Bélgica.- Simón Gronowski es un hombre afable que mira con ojos de paz eterna. La suya es la vida de alguien que ha superado la tragedia y la ha convertido en perdón. Sus párpados parecen estar cargados de anhelo. A los 87 años le gusta sentarse a su piano y tocar piezas de jazz de Duke Ellington y Louis Armstrong, Ella Fitzgerald y Benny Goodman, todas ellas de oído. Nunca aprendió a leer música.
“Ese amor que tengo por la música es gracias a mi hermana—dice en voz baja—. Ella fue una gran pianista”.
Simón Gronowski nació en Uccle, Bélgica, el 12 de octubre de 1931. Once años y cinco meses después, el 17 de marzo de 1943, la Gestapo asaltaría la buhardilla en Woluwe Saint Lambert donde él, su hermana y su madre se habían escondido.
“Nunca supimos quién nos había denunciado. Todavía recuerdo esa mañana muy claramente. Mi hermana me estaba preparando un pan tostado con mermelada, mi tartine, y el café aún estaba en la estufa cuando dos oficiales golpearon la puerta y entraron en la casa. —Muéstrenos sus papeles—ordenaron—. En pocos minutos nos dirigíamos a un sótano en Avenue Louise”.
Ese día, el padre de Gronowski estaba tosiendo en una cama en el hospital debido a la fibrosis que tenía en los pulmones. León Gronowski nació en Polonia y emigró al oeste, pasando por Colonia y Achen, y finalmente se estableció en Bélgica. En esos años no había trabajo en Bruselas por lo que tuvo que meterse en una mina de carbón en Wallonia, donde contrajó la silicosis que mermó su cuerpo hasta su muerte en 1945.
“Cuando mi padre tenía 20 años, vino ilegalmente a Bélgica. No tenía papeles. Entró al país por la noche. Es por eso que simpatizo con las personas que vienen a Bélgica en condiciones similares en estos días. Entiendo exactamente lo que significa no tener un hogar”, explica.
Después de la Primera Guerra Mundial, León Gronowski viajó a Lituania donde, durante el conflicto armado, había conocido a una joven, Chana, de quien se enamoró. Se casaron en Lieja en 1923, y ese mismo año nació su primer hija, Ita.
“Mi hermana era una estudiante en el liceo de Ixelles. La mejor de su clase en latín y griego. Y a ella le encantaba el jazz. De ahí es de donde viene mi amor por la música— dice Gronowski, y sonríe con tristeza—. Toco jazz gracias a mi hermana. Es un homenaje a ella”.
Después de una noche de insomnio en el sótano de la sede de la Gestapo Brussels en la avenida Louise, fueron conducidos en un autobús a la Caserna Dossin en Malinas, lugar que fue utilizado como un campo de detención temporal. Los gitanos también fueron encarcelados, los llamados comunistas y presos políticos, combatientes de la resistencia y homosexuales.
“Los judíos no tienen un monopolio sobre el sufrimiento que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Muchas personas sufrieron un dolor innombrable. El dolor no es propiedad exclusiva de los judíos”, insiste.
El 19 de abril de 1943, Simón y su madre recibieron la orden de subir a un tren, un convoy que, según se les explicó, los llevaría a las fábricas del Este. “Ahí ustedes van a trabajar”, es lo que se les informaron.
“Ese día me despedí de mi hermana—recuerda Simon Gronowski—. A mi madre, a mí y a otras personas nos obligaron los soldados a abordar un tren. Era un vagón para animales. Sólo un poco de heno en el suelo y una pequeña abertura para el aire, eso era todo. Aún así, seguimos creyendo que íbamos al Este a trabajar”.
En 1943, Ita Gronowski se había convertido en ciudadana belga. Cuando cumplió 16 años, se le ofreció elegir si quería recibir la nacionalidad belga y la aceptó. Simon, por otro lado, a los 11 años, todavía era considerado un extranjero.
“Es por eso que la Gestapo solo nos envió a mí y a mi madre. Mi hermana se quedó un poco más de tiempo—explica Gronowski—. En ese momento, sólo deportaban a los extranjeros o no-belgas”.
Meses más tarde, sin embargo, el 19 de septiembre de 1943, Ita Gronowski, sería deportada a Auschwitz-Birkenau, donde murió en la cámara de gas. Tenía diecinueve años.
El 19 de abril de 1943, Simon y su madre tuvieron que esperar en el vagón hasta el anochecer.
“Los nazis preferían que esos trenes viajaran por la noche, para minimizar el riesgo de que los locales vieran que cientos de personas estaban siendo deportadas al Este”.
Ese fue el convoy número 20. Entre el 4 de agosto de 1942 y el 31 de julio de 1944, 28 convoyes partieron de la Caserna Dossin. En total se deportaron a más de 25,000 personas.
En el camino entre Malinas y Lovaina, el tren se detuvo brevemente en Boortmeerbeek. La causa: tres combatientes de la resistencia habían conseguido que el tren se detuviera. Mostraron una luz roja, una señal de peligro por delante, y el conductor del tren tuvo que frenar. Esa fue la primera y única vez que un tren con deportados fue detenido durante la Segunda Guerra Mundial.
Durante ese incidente, los tres combatientes de la resistencia (Robert Maistriau, Youra Livschitz, Jean Franklemon) lograron abrir un vagón y liberar a un puñado de personas antes de que los soldados alemanes comenzaran a disparar; poco después recuperaron el control de la situación. El tren continuó viajando hacia el Este.
“Me quedé dormido en el regazo de mi madre—cuenta Gronowski—. Algún tiempo después me despertaron ruidos y noté que algunas personas, alentadas por el incidente anterior, habían logrado abrir la puerta de nuestro vagón”.
Gronowski recuerda el momento en que su madre le tomó la mano y lo acompañó hasta la puerta, lo ayudó a sentarse en el borde. Era demasiado pequeño para alcanzar la barandilla debajo de la puerta, por lo que su madre lo sostuvo por los hombros. En el exterior, el paisaje flamenco parecía borroso, los árboles y los arbustos aparecían por un momento y luego desaparecían para siempre. El viento de la noche se sentía helado en el rostro de Simon.
“Nos quedamos así por un instante, sin poder movernos, y luego mi madre me susurró al oído: ‘El tren va demasiado rápido’. Me dijo eso en yiddish—. Gronowski traga saliva y se mira las manos. —No sé si fue un milagro o si el conductor se había dado cuenta de lo que estaba pasando, pero en ese momento preciso, el tren disminuyó la velocidad. Y entonces salté”.
La escapada, según descubrió Gronowski más tarde, ocurrió entre Sint Truid y Tongeren, en Limburgo. Bajo la noche flamenca, observó cómo el tren continuaba su viaje hacia el Este, y esperó a que su madre saltara. Esperó y esperó, pero su madre no saltó. Entonces el tren se detuvo y oyó disparos dirigidos hacia él. Su primera reacción fue correr hacia su madre.
“En una situación como esa no piensas. Es inmediato. Bajé una pequeña cuesta y corrí hacia los árboles. Y esa fue la última vez que la ví”.
Varias décadas más tarde recibió visitas de un historiador, un escritor, un editor, un preso político, y le dijeron que debía contar su historia al mundo.
“Solo no pude hacerlo, no pude escribir todo esto sin ayuda. Tuve que ser empujado para poder escribir todo esto sobre el papel, para dar palabras a lo indecible”, explica.
Gronowski está muy agradecido con las personas que arriesgaron sus vidas para salvarlo a él y a otros deportados. “Había muchas familias católicas que escondían a los judíos. Se arriesgaban a que les dispararan en el acto, como el policía, Jan Aerts, que me ayudó esa noche de abril de 1943. Podría haberme entregado pero no lo hizo”.
Estos días, Gronowski pasa mucho tiempo visitando escuelas, hablando con niños y adolescentes.
“Hay algunas personas que niegan que todo esto sucedió, que las cámaras de gas, las deportaciones en masa no sucedieron. Y yo desearía que tuvieran razón porque entonces tendría a mi familia de vuelta”, dice. Sacude un poco la cabeza y suspira. “Esas personas son peligrosas. Niegan los crímenes de ayer para poder cometer los crímenes de hoy”, agrega.
En su oficina hay pilas de papeles y revistas sobre su escritorio. Las paredes están cubiertas con imágenes de abogados y personas de justicia, todas ellas en marcos de madera de otra época. A los 23 años, Simon Gronowski se convirtió en doctor en leyes y, hasta el día de hoy, ejerce su profesión. Hizo todo lo posible por rehacer su vida. De los horribles eventos que ocurrieron en 1943 no habló durante casi 60 años.
“Cada vez que pensaba en el pasado, me sentía culpable. ¿Por qué había sobrevivido yo y no ellos? Por qué, me preguntaba todo el tiempo. Y entonces traté de enterrar todos los recuerdos dolorosos”, confiesa.
Escribir sobre esos acontencimientos trajo paz a su vida en más de una forma. En 2013, uno de los soldados de la Waffen SS que había trabajado en la Caserna Dossin durante la guerra, leyó el libro de Gronowski y lo contactó para verlo.
“Era ya viejo y sentía que la muerte se le acercaba. Quería recibir mi perdón. Lo tomé entre mis brazos y lo perdoné. Murió poco después. Eso lo ayudó, supongo, pero me ayudó aún más a mí. El perdón. Sí, yo estaba muy triste y lloré mucho durante años, pero nunca guardé odio dentro de mí. Quería ser feliz, y por eso elegí perdonar”.
Antes de dejar su oficina, pregunta al periodista si desea escucharlo tocar algunas melodías de jazz, cualquier cosa. Su entusiasmo es el de un niño, contagioso. Se sienta frente al piano, los rayos de sol de la tarde entran en la habitación, iluminan la mitad de su rostro, sus manos. Imposible no pensar en las palabras que ha dicho a mitad de la conversación:
“El verdadero héroe de esta historia es mi madre. En su viaje final hacia la muerte en Auschwitz-Birkenau, ella me empujó hacia la vida. Eso era lo que más le importaba, ver a su hijo vivir. Esa fue mi madre”.
*Traducido del inglés por Mauricio Ruiz
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