Mariya Horpynych fue un símbolo de resistencia en la guerra de Ucrania contra el intervencionismo ruso. Vivía en Opytne, un pequeño pueblo situado sobre la línea de combate entre el ejército de su país y los grupos separatistas apoyados por el régimen de Vladimir Putin. Murió trágicamente el 30 de noviembre de 2019 con 80 años de edad. Meses antes, el periodista Roger Vela y el fotógrafo Cristopher Rogel, ambos mexicanos, visitaron Opytne y conocieron a Mariya. Pasado un año del fallecimiento de esa emblemática mujer, Vela retrata sus últimos años de vida, que reflejan también el destino de cientos de viejos que se quedaron atrapados en medio de un conflicto armado que perdura.
OPYTNE, Ucrania.- Para llegar a la casa de Mariya es necesario recorrer un tramo de terracería de unos tres kilómetros. Apenas cabe un auto estándar en el estropeado sendero. En ambos lados del camino hay pastizales secos donde se esconden minas terrestres aún activas. Entre la maleza, a pie del camino, hay letreros en color rojo que advierten el peligro con el clásico dibujo de un cráneo con dos fémures atravesados por debajo, acompañado por dos palabras: “DANGER MINES!”.
En todo este recorrido hay cuando menos cinco placas de este tipo pero no se sabe en realidad cuántas minas. El ejército ucraniano estima que tardará unos 40 años en desactivar todas las que se han sembrado en esta guerra. En 2017 este tipo de explosivos subterráneos mataron a 429 personas y Ucrania ocupó el tercer lugar entre los países con más víctimas a causa de minas, superada sólo por Afganistán y Siria, de acuerdo con ICBL, una campaña internacional para prohibir las minas terrestres.
Opytne aparece en Google Maps como una pequeña aldea del este de Ucrania con seis calles horizontales y siete verticales, rodeada por vastos campos iluminados. Se localiza a 10 kilómetros del centro de la ciudad de Donetsk y desde hace algunos años se convirtió en uno de los frentes de la guerra en Ucrania.
En la primavera de 2019, el de Mariya parecía un pueblo abandonado pero no lo era. No todavía. Antes de la guerra vivían aquí cerca de 800 personas y para ese entonces quedaban todavía 38. El 95 por ciento de los habitantes huyó de este lugar y sólo se quedaron los ancianos.
Como en cualquier pueblo pequeño de cualquier parte del mundo, los ladridos de los perros anuncian la llegada de extraños. De pronto, suena un estruendo que deja un escalofriante eco.
—¿Eso fue una bomba?
—Sí, fue una bomba —responde el guía.
—¿Dónde cayó?
—Como a dos kilómetros de aquí.
Las bombas suenan a veces cada cinco minutos, a veces cada veinte. Dicen que en la noche son más frecuentes. Unas suenan secas y cerca, otras lejos y con un inquietante zumbido. La vista advierte que no hay vivienda que no tenga cicatrices de proyectiles en sus ventanas, puertas y paredes. Hay orificios de todo tipo: unos pequeños del diámetro de un corcho de vino, otros más grandes como un melón y algunos alcanzan el tamaño de un balón de futbol. Si los muros de Opytne fueran la bóveda celeste, la casa de Mariya sería una de las constelaciones más numerosas.
Rodion Lebedev —coordinador de Proliska, una ONG de ayuda humanitaria que trabaja con la agencia de la ONU para los refugiados— explica que el mayor problema es que 95 por ciento de este pueblo está destruido y que las ambulancias y los bomberos no se paran por aquí.
Desde hace años -prosigue- no hay agua potable, ni gas, ni electricidad en Opytne y la gente debe cortar leña para calentar su comida. Mientras Lebedev charla con el periodista Mariya se acerca a ambos hombres con un paso cansado pero firme, casi arrastrando los pies. Trae una pañoleta azul marino para cubrir su cabeza, un suéter verde dos tallas más grande con cierre de cuello alto y las mangas dobladas, un pantalón café de algodón desgastado, unas botas afelpadas del mismo color y un mandil rojo deshilachado. En sus orejas cuelgan dos discretos aretes dorados en forma de perla que contrastan con sus ojos turquesa. Le urge contar su historia.
Mariya Gorpynych, conocida como Baba Masha (abuela María), nació en 1940 en Zakarpatia, una región ubicada del otro lado del país, localizada a más de 20 horas en carretera. Ahí vivió sus primeros años y juventud. Luego se casó y su marido la convenció de cruzar Ucrania de oeste a este para vivir en Opytne, el pueblo donde vivía su cuñado. Eran los años 70. La Guerra Fría mantenía en alerta al mundo y el nuevo hogar de Mariya pertenecía a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Por esa época, las minas de carbón y la industria siderúrgica de la zona comenzaban a despuntar y el aeropuerto de Donetsk era reconstruido por primera vez. La prosperidad abrazaba los nuevos tiempos.
En los años siguientes, la región de Donetsk, cuya capital se encuentra a media hora de Opytne, comenzó a latir como el corazón industrial de Ucrania. Se consolidó la industria del carbón y florecieron las industrias metalúrgica, química y energética. La agricultura creció y logró ocupar dos millones de hectáreas de campos fértiles para cultivo. Para ese entonces, Ucrania ya era un país independiente y en Donetsk había dinero hasta para construir uno de los estadios más modernos de Europa a 20 kilómetros de donde vivía Mariya: el Donbass Arena, inaugurado en 2009 con capacidad para 50 mil espectadores, reconocido con la categoría élite por la UEFA y sede de la Eurocopa 2012. Luego llegó el estruendo de las bombas y el estadio se convirtió en un centro de acopio de ayuda humanitaria.
Al estallar el conflicto del Euromaidán, Opytne tuvo la mala suerte de quedar acorralado en la línea de fuego. Por un lado el ejército ucraniano, que posee su control, del otro lado los separatistas. Los civiles quedaron atrapados: al norte las minas terrestres y las balas de los francotiradores; al sur las bombas llegan desde Donetsk.
María vivía sola. No tuvo nietos y su esposo murió en la primavera de 2014. Sólo la acompañaba su perro. La puerta de su casa era una pesada lámina a la que el óxido le había arrebatado el color original, sostenida entre dos rejas de madera raída. El suelo de su patio era una combinación de tierra grisácea, concreto quebrado y pasto esparcido que se aferraba a crecer. Al fondo se encontraba la improvisada casa de su mascota, que no dejaba de ladrar, cubierta por una lona.
La puerta de entrada a su casa estaba desvencijada y para cerrarse debía apretarse con un cordón percudido. No había pared que no tuviera impactos de proyectiles. La poca ventilación de su hogar provocaba que al entrar asaltara al olfato un penetrante olor a tomate, cebolla, vinagre, ajo y remolacha hervida, ingredientes básicos del borsch, una de las sopas más típicas de la región.
Lo primero que llamaba la atención al entrar a su cocina es una imagen de Jesucristo resucitado de 30 x 50 centímetros adherido con cinta transparente, justo arriba de la última línea de azulejos blancos colocados para evitar que se pegara la grasa al muro. Al lado había un fogón que se calentaba con leña y sobre éste, ollas y cazuelas de distintos tamaños. Enfrente se veía una alacena donde la mujer guardaba alimentos no perecederos y una mesita con cubiertos, trastes y recipientes con comida. En medio había un sillón pequeño con varias telas, trapos y mantas encima.
En la sala resaltaba una florida alfombra roja colgada en la pared. Durante los años 60 se puso de moda colgar alfombras en los muros de los departamentos rusos, el objetivo era aislar el frío del exterior y el ruido de los vecinos, además de darle color a las habitaciones. En la vitrina tenía una vajilla amontonada, polvosas copas de vino, un reloj con las manecillas suspendidas, tazas de café sin usar en años, directorios sucios que aún conservaban su forro de plástico y peluches desgastados. La habitación contigua había sido habilitada como una especie de bodega donde convivían, en medio del caos, sillas de madera, una televisión de los años 90, ropa, cajas, bolsas y más trastes.
Un frío día de diciembre de 2015 Mariya enterró a su hijo en el patio de su casa. Aprovechó el agujero que abrió un proyectil sobre el piso de tierra para improvisar el sepulcro de Victor.
Once meses antes, los enfrentamientos entre los separatistas apoyados por Rusia y el ejército ucraniano habían dañado gravemente la infraestructura del pequeño pueblo de Opytne. Por esos días, Victor salió de su casa para ayudarle a uno de sus vecinos a reparar la tubería de gas. Habían pasado cinco minutos cuando el bombardeo comenzó. Segundos después un proyectil perforó su cabeza. De inmediato, los vecinos corrieron a la casa de su madre para avisarle lo ocurrido. Desesperados, lo trasladaron a una clínica cercana. Pero por la gravedad de la herida era necesaria una cirugía. Lo llevaron a un hospital en Dnipro, a 250 kilómetros de ahí, a unas cuatro horas en carretera, donde fue operado con éxito. Aunque los médicos lograron retirar los restos de metal de su cráneo, las secuelas no lo dejaron en paz y en dos ocasiones volvió a ingresar al hospital hasta que un derrame cerebral apagó su vida. Murió frente a su madre. Su cadáver permaneció enterrado durante medio año en el patio de su casa porque los militares habían bloqueado la entrada al cementerio local. Tenía 48 años. Ahora por fin descansa en un lugar digno.
—No tengo a donde ir. Aquí murió mi esposo y mi hijo —explicaba María.
— ¿Qué hace cuando empiezan los bombardeos?
— Si los bombardeos son muy duros, nada más me siento en el pasillo que va a la cocina y espero ahí hasta que acaben. Me da miedo esperar en el sótano, porque al otro lado de la calle, con el vecino, un proyectil le dio a su casa y sepultó el sótano. Si estuviera ahí quedaría enterrada viva.
Opytne es un pueblo casi destruido por el conflicto armado entre el ejército de Ucrania y grupos separatistas pro-Rusia.
A 14 horas de Opytne —viajando en auto y tren— se encuentra Kiev, la monumental capital ucraniana donde habitan casi 3 millones de personas. Si el Este es la cara ruda del país, esta metrópoli es la cara sofisticada. El ambiente cosmopolita del centro de la ciudad no le pide mucho a las fastuosas capitales europeas. La avenida Khreschatyk, la más importante de la ciudad, es una estampa de la diversidad: jóvenes rubias vestidas como en un desfile de modas caminan como si la banqueta fuera una pasarela; un grupo de muchachos con ropa holgada baila break dance afuera de un McDonald’s atiborrado de familias; cerca de ahí un mexicano toca Take me to Church de Hozier con su violín; más adelante hombres mal encarados ofrecen en inglés servicios sexuales de mujeres ucranianas a los turistas.
La vida transcurre rápido en esta ciudad de lujosas cúpulas doradas. Mientras que en el este del país los estudiantes aspiran a terminar una carrera técnica para trabajar en la industria, en Kiev sueñan con estudiar un master en Londres. Por las noches salen a beber vodka, vino, cerveza o Jägermeister (licor de hierbas alemán) dentro de los bares o sobre las aceras. Otros prefieren tomar un café con su pareja mientras escuchan a un guitarrista cantando baladas pop en las escaleras de la Plaza Maidán —la Plaza de la Independencia—, el epicentro del terremoto social que sacudió al país hace ocho años y que aún cimbra, a 740 kilómetros de distancia, la casa de Mariya.
Todo comenzó en 2013 cuando el presidente Viktor Yanukovich, cercano a Rusia, se negó a firmar un acuerdo económico con la Unión Europea, lo que sería el primer paso para que Ucrania entrara a esa entidad geopolítica. Esa decisión presidencial y los escándalos de corrupción durante su administración motivaron a cientos de estudiantes a salir a las calles a protestar. Eran jóvenes de una generación que habían nacido en el contexto de la caída de la URSS. Llevaban años esperando un cambio que parecía irse de sus manos.
Por eso, a partir de noviembre de ese año las protestas antigubernamentales se concentraron en la Plaza Maidán. Con el paso de los días la represión policial se incrementó y eso encendió aún más los ánimos de los manifestantes. La furia abrazó no sólo a estudiantes, también a trabajadores, profesores y hasta militantes de partidos de la extrema derecha. Los choques entre la policía y el gobierno eran cada vez más duros. El 20 de febrero de 2014 se vivió el día de mayor represión: en los enfrentamientos murieron 21 personas. El saldo durante los tres meses de protestas —conocidas como Euromaidán— fue un presidente que huyó a Rusia y más de cien manifestantes asesinados, muchos de ellos caídos por balas de los francotiradores.
Pero no es de extrañarse que buena parte de los ucranianos no viera con buenos ojos las protestas. Ucrania es una patria dividida en dos: este y oeste; Rusia y Europa. La nostalgia por la Unión Soviética contra el sueño de la Unión Europea. Mientras el lado derecho de la geografía de este país comparte sólidos lazos históricos y culturales con Rusia y para la mayoría de sus habitantes el ruso es su lengua materna, el izquierdo mantiene una identidad nacional ucraniana y aspiraciones más europeas. Kiev está a la izquierda del mapa, María vivía a la derecha.
Entre febrero y marzo de 2014 Rusia tomó el control de Crimea, un territorio del sur de Ucrania con 60 por ciento de rusoparlantes. En los complejos militares cayeron las banderas azul cielo con amarillo de Ucrania y se izaron nuevas con los colores rusos: blanco, azul marino y rojo. Desde entonces, cada seis meses la UE renueva un paquete de sanciones contra el gobierno de Moscú.
Meses después de esa invasión, en junio, los ucranianos eligieron un nuevo mandatario: Petro Poroshenko, una especie de Willy Wonka ucraniano dueño de Roshen —la chocolatería más grande del país— apodado “El rey del chocolate”. El millonario empresario era cercano a las políticas de la Unión Europea. Parecía que por fin una nueva generación de ucranianos lograría que su país se abriera al mundo. Pero algo estaba ya sucediendo en el sureste.
Como respuesta al Euromaidán, grupos armados cercanos a Rusia tomaron varias instalaciones del gobierno en las regiones de Donetsk y Lugansk, declarando ambos territorios repúblicas independientes. Empezó la guerra entre los separatistas prorrusos y el ejército ucraniano. Era abril de 2014. Desde entonces más de 13 mil personas han sido asesinadas debido a los combates, de ellas unas 3,300 son civiles, de acuerdo con cifras de Naciones Unidas. Miles de personas como Mariya quedaron en medio de los combates.
Cuando no había bombas cayendo cerca, Baba Masha trabajaba para recuperar su destrozado jardín donde alguna vez germinaron arándanos.
El agua que usaba para bañarse, lavar su ropa y limpiar su hogar debía acarrearla de un pozo cercano, el único en el pueblo, que en ocasiones estaba vacío. Pero el agua para beber y las briquetas de carbón necesarias para calentar sus alimentos eran proveídas por Proliska, la organización humanitaria donde trabaja Rodion. En algún tiempo, la ONG le regaló gallinas para que se alimentara con sus huevos.
Mariya subsistía con una pensión de 2,000 grivnas —unos 80 dólares— mensuales. El problema era que en Opytne de nada sirve el dinero porque no hay dónde cambiarlo por productos de primera necesidad. Así que cada cierto tiempo un trabajador humanitario le compraba comestibles en Avdiivka, la ciudad más cercana a la que hay acceso. Aunque todo se complicaba cuando llovía porque el camino de terracería rodeado por las minas terrestres se inunda y era imposible que pasara algún vehículo. Así que muchos debían ingeniárselas para sobrevivir hasta que alguien lograra pasar con los víveres.
La mayoría de personas que quedaron en Opytne y en otras zonas atrapadas en la guerra son gente de la tercera edad que tratan de llevar una vida normal entre los bombardeos. Su resistencia es aferrarse a esa ilusión de normalidad. Pasan los días esperando a que todo se resuelva. Llevan siete años en cuarentena, sin luz y, a veces, sin poder asomarse a la ventana. Su mayor virtud es la paciencia aunque la desesperante situación que viven en el crepúsculo de su vida ha golpeado su salud.
Mariya padecía hipertensión arterial. Tenía días con mareos, dolor de cabeza y náuseas pero sin un médico cerca que la pudiera atender. En algunas ocasiones fue atendida por personal de una clínica móvil de Médicos Sin Fronteras (MSF), pero la mayor parte del tiempo tenía que luchar sola contra sus padecimientos. Sus vecinos sufrían algo similar.
Además de ser diagnosticados con enfermedades propias de la edad, como presión alta y diabetes, los viejos de Opytne presentan problemas de salud mental. Así lo determinó la organización Help Age que encontró que 96 por ciento de los ancianos de la población sufren ansiedad y depresión generados por el aislamiento, la soledad y la guerra. En algunos casos se combinan los trastornos psicosomáticos con alguna enfermedad crónica.
Quizá la única ventaja que les dejó el aislamiento a los habitantes de este pueblo, es que hasta mediados de diciembre pasado ninguno se había contagiado de Covid-19.
El porqué los viejos, a diferencia de los jóvenes, decidieron quedarse en su pueblo se reduce a tres razones: muchos no tienen familia en otra parte, otros están muy enfermos y el riesgo de trasladarlos a otro lado es muy alto, y para la mayoría el arraigo a su tierra es más fuerte que su miedo a las bombas. Mariya le dijo alguna vez a su hermana, quien vive en la parte oeste del país, que prefería morir aquí, en la tierra donde están sepultados su esposo y su hijo.
En julio de 2020, el gobierno ucraniano y los separatistas implementaron un alto al fuego en las zonas de conflicto para buscar una salida pacífica a esta guerra. Sin embargo Opytne continúa aislado y la presencia militar se mantiene.
Baba Masha, por su parte, no puede disfrutar más de su jardín. La solitaria anciana falleció en noviembre del 2019. Murió quemada en su casa. El fuego, según las investigaciones, no fue provocado por las bombas. A ella le daba miedo dormir en completa oscuridad, así que cada noche encendía una lámpara de gas o una vela para estar más tranquila. La falta de energía eléctrica le costó la vida. Era imposible ayudarla, en Opytne no hay agua para beber, menos para apagar incendios. Cuando el personal de la agencia humanitaria llegó sólo encontró trozos de huesos carbonizados y cenizas.
DETRÁS DE LA HISTORIA
Decidí viajar a Ucrania porque quería ser testigo de la única guerra que se libra en Europa, una que parece invisible en los medios latinoamericanos. Mi segunda motivación fue conocer la situación de los ancianos que viven en aldeas ubicadas en el frente de guerra. A diferencia de otras confrontaciones bélicas donde se muestra la terrible situación que padecen los niños o los desplazados, la historia de Mariya ofrecía otro enfoque: la realidad que enfrentan los adultos mayores abandonados en el conflicto, que a mí me pareció una metáfora de la soledad que la vida nos impone con la vejez. Fue un reto personal ingresar a un país sin conocer el idioma y el terreno. Después de cubrir la guerra contra el narcotráfico en México durante varios años, quise probarme en la cobertura de un conflicto internacional.
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