El golpe de Estado en Birmania del pasado 1 de febrero devolvió a los militares al poder y terminó con el intento de transición democrática que había comenzado el país hace una década aproximadamente. Muchos birmanos decidieron movilizarse y protestar, por lo que han sido brutalmente reprimidos. Otros encontraron el momento para cruzar la frontera con Tailandia, donde ya vive un millón y medio de ellos. Underground conversó en la capital tailandesa con uno de esos exiliados birmanos que dejó todo y que sueña con algún día regresar a su patria cuando ésta haya retomado el sendero de la democracia.
BANGKOK, Tailandia.- Esa mañana Phyoe Wan Lay despertó más tarde de lo habitual. Era lunes, su día de descanso, el que siempre aprovechaba para visitar a su padre que trabaja en el campo. No escuchó la alarma de su teléfono que había sonado un par de horas antes. Cuando vio su celular eran las diez y el teléfono estaba lleno de notificaciones y mensajes. El primero que leyó fue el de una de sus tías que le compartía la noticia de que el ejército había perpetrado un golpe de Estado.
Ese lunes -el pasado 1 de febrero- los militares tomaron el poder en Birmania (Myanmar) y pusieron fin a una endeble y breve transición democrática. El país ya había sido gobernado con mano de hierro por el ejército entre 1962 y 2011. Ante el riesgo de volver a ese oscuro pasado, Wan Lay se decidió a hacer lo que miles de sus connacionales han hecho durante años: escapar a Tailandia.
El birmano narra a Underground que nació en Bago, una ciudad localizada a unos 50 kilómetros al norte de Rangún, la principal ciudad del país. Ahí vivía con su madre y su hermana. A sus 31 años llevaba una “vida normal”, trabajaba en un hotel donde ayudaba en todo: en la recepción, en la limpieza, cocinaba o servía en el pequeño restaurante.
Como principal proveedor de ingresos de su familia, Wan Lay se había planteado desde hace un par de años irse como muchos de sus amigos y parientes a Tailandia, donde hay mejores salarios que en Birmania, que tiene una economía rural y en lento desarrollo. Sin embargo, la pandemia de COVID-19 y el consecuente cierre de fronteras de los países asiáticos frenaron por un tiempo sus aspiraciones.
Recuerda que, pese a las limitaciones económicas que había en su hogar, pudo estudiar la educación primaria y, con ello, tener la posibilidad de no dedicarse al campo como su padre. Empezó a trabajar a los 16 años como cocinero o ayudante general en tiendas que le proporcionaron un salario mensual seguro. Aunque aprendió un poco de inglés en la escuela, conoce más el idioma por las series que ha visto en internet.
Siempre había tenido la idea de migrar a Tailandia. En diciembre de 2020 tuvo la oportunidad de hacerlo con un grupo de conocidos que viajaba a Bangkok con un trabajo asegurado en la construcción. Pero al final no se animó.
“No quería trabajar en la construcción de edificios”, relata a este periodista, y explica: “yo sé inglés y creía que con el idioma podría encontrar algo mejor que ser albañil, entonces decidí esperar”.
Durante décadas miles de birmanos han huido de la pobreza y de la guerra civil, en la que se confrontan el ejército y las guerrillas de las minorías étnicas. En Tailandia, esta población es especialmente vulnerable dado que el país no ha firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, que establece las responsabilidades que tienen los Estados con quienes están huyendo.
Antes de la pandemia lo más común era que los birmanos entraran como turistas y consiguieran un empleo informal y, por lo tanto, sin prestación alguna. Esa situación se facilitaba porque el tránsito es libre para los portadores de pasaporte de los diez países que conforman la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN por su acrónimo en inglés).
Si bien el año pasado el flujo de birmanos a Tailandia bajó a consecuencia de las restricciones impuestas por el coronavirus, no era un secreto que seguían cruzando a lo largo de los 2,416 kilómetros de frontera natural que comparten esas naciones.
No existen cifras oficiales ni estimaciones de cuántas personas cruzaron en 2020, pero el gobierno tailandés admitió que el primer rebrote de casos de coronavirus registrado en diciembre pasado en el país se originó por el ingreso irregular al país de trabajadores birmanos contagiados. Lo que sí se sabe es que en Tailandia reside un millón y medio de birmanos, según el más reciente censo oficial de 2017.
Wan Lay había tomado ya en diciembre la decisión de salir del país. El dinero que ganaba no le alcanzaba y veía en redes sociales que quienes trabajaban en Bangkok “estaban bien, se compraban buenos teléfonos, salían a restaurantes de vez en cuando y mandaban dinero a su familia”.
El golpe de Estado lo terminó de impulsar, aunque reconoce que estaba lleno de incertidumbre. “Nadie sabía lo que iban a hacer los militares después de tomar el poder. A pesar de que no sabía qué pasaría en mi hogar después del golpe, ese día decidí que debía partir”, resume.
Los militares argumentan que actuaron contra un supuesto fraude en las elecciones generales celebradas el 8 de noviembre último y que ganó el partido de la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, como ya había ocurrido en 2015. Los comicios fueron avalados por observadores internacionales.
Un día después de la asonada militar, Wan Lay habló con su madre y con su hermana. Como ya conocían su intención, no les sorprendió la noticia. Luego fue al hotel a avisar que ya no trabajaría y finalmente contactó a unos monjes budistas de su localidad que pasaban birmanos a Tailandia durante sus viajes como misioneros.
Para su buena suerte, los religiosos le dijeron que habían adelantado su próximo viaje y saldrían dos días más tarde. En ese momento, los birmanos ya habían empezado a protestar contra la junta militar haciendo sonar cacerolas y sartenes por las noches. El ejército declaró un toque de queda nocturno.
Wan Lay pasó sus últimas horas en Birmania con su familia. Metió ropa a una mochila y guardó sus ahorros del último año. Había pagado a los monjes el equivalente a 280 dólares para solventar los traslados por carretera, el cruce a Tailandia y los eventuales sobornos de autoridades.
A primera hora del día indicado, Wan Lay abrazó a su madre y a su hermana y se alejó acompañado de tres monjes.
Wan Lay y los otros hombres viajaron ocho horas hasta Shwe Kokko, un pequeño pueblo fronterizo con Tailandia. El límite natural en esa parte de la frontera es el estrecho río Moei, que en algunas zonas tiene apenas 70 metros de ancho.
Cruzaron en una pequeña lancha.
-¿Había más gente cruzando el río?, se le pregunta.
-Había muy pocas personas, en nuestra lancha éramos únicamente los tres monjes y yo.
-¿Había seguridad o los detuvieron en algún momento?
-Antes de subir a la lancha un agente se acercó a uno de los monjes, pero no sé si le pidió dinero. Subimos a la lancha y en un par de minutos ya estábamos en Tailandia, donde una camioneta nos esperaba.
Tanto en Birmania como en Tailandia, los monjes budistas son considerados guardias espirituales y son respetados, por lo que tienen prioridad en el transporte público, bancos o aeropuertos. Su autoridad no es cuestionada y quizás eso influyó para que hayan podido cruzar sin contratiempos.
Antes de caer la noche, Wan Lay había logrado salir de su país.
Una vez en Tailandia una camioneta los llevó a la estación de autobuses de la provincia de Tak. Ahí dos de los monjes subieron a un camión con dirección al norte, mientras que Wan Lay y el tercer monje pasaron la noche en un templo budista. A primera hora del día siguiente abordaron un vehículo hacia Bangkok.
“Lo primero que recuerdo de Tailandia -comenta- es que me pareció igual a Birmania: había campos, árboles y sentía el mismo calor. Lo único diferente era el idioma”.
Esa noche de viernes llegó a la capital tailandesa. En ese mismo momento, en su país se estaba convocando a un movimiento de desobediencia civil a través de redes sociales y los médicos habían decidido enfrentar a los militares al cerrar casi 60 por ciento de los hospitales públicos en rechazo al golpe. En pocos días se sumaron los universitarios, los ingenieros, los monjes, los estudiantes y las amas de casa.
El Tatmadaw, nombre oficial del ejército birmano, puso nuevamente en marcha el duro régimen con el que gobernó en el pasado. Decretaron un estado de emergencia “por al menos un año” y dejaron el control del país al jefe del Estado Mayor, Min Aung Hlain, quien ordenó el cierre de las fronteras. Aseguró que, transcurridos doce meses, se celebrarán nuevas elecciones y entonces entregará el poder al vencedor de los comicios.
Una de las medidas de la junta que más indignó a los birmanos fue la detención de la “Madre Suu”, como se llama popularmente a la activista y política Aung San Suu Kyi, quien es figura de culto en su país al haber pasado 15 años de arresto domiciliario durante la anterior dictadura militar. A nivel internacional, sin embargo, ella perdió respaldo y admiración al no haber condenado la terrible represión contra la etnia rohinyá por parte del mismo ejército que ahora la depuso del poder.
A casi tres meses de haber sido puesta otra vez bajo arresto domiciliario en Naipyidó, la capital del país, nadie la ha visto ni se ha comunicado con ella. Una de sus abogadas aseguró la última semana de marzo que la vio “en buenas condiciones de salud” tras una videoconferencia en la que la junta militar le imputaba varios cargos -como violar la ley de secretos oficiales y los protocolos contra el coronavirus, amenazar la seguridad nacional, importar ilegalmente aparatos de comunicación o corrupción- por los que acarrea una pena de hasta 14 años de prisión.
-¿Te gusta Aung San Suu Kyi o simpatizas con su política?, se le cuestiona al entrevistado.
-Amo a Aung San Suu Kyi.
En su primer fin de semana en Bangkok, Wan Lay fue llevado a la construcción en la que tenía que empezar a trabajar ocho horas diarias bajo el fatigante calor de la metrópoli. Lo esperaba un uniforme y una cama de esponja en un campamento improvisado, con baños portátiles, en donde dormían hacinados cientos de trabajadores de la obra.
Pero él se resistía a trabajar como albañil y desde que pisó Bangkok comenzó a preguntar qué otras opciones tenía. Un birmano conocido suyo trabajaba en un vivero que vendía árboles pequeños, plantas y otras especies vegetales. Wan Lay se mostró interesado y acompañado de ese conocido fueron a ver al encargado, un señor de nacionalidad belga. Preguntó si necesitaba otro ayudante. La respuesta fue positiva y jamás pisó la obra.
Desde entonces se dedica al cuidado de las plantas, algo de lo que no tenía conocimiento hasta hace tres meses. De hecho, la entrevista se realiza mientras hace una entrega. Wan Lay es alto y muy delgado y usa lentes. Cuando llegó a Bangkok se tiñó el pelo.
-¿En el invernadero ganas más de lo que ganarías como albañil?
-En este trabajo me pagan diez mil bahts al mes (320 dólares). Y duermo en una habitación en el invernadero con otras tres personas.
-¿En la construcción ganarías menos?
Wan Lay duda y para estar seguro de su respuesta llama a Saw Aye Chan, otro birmano que lo acompaña y que lleva más de un año trabajando en la construcción.
Aye Chan le explica a detalle y Wan Lay traduce: “la mayoría de los albañiles gana diez mil 500 bahts al mes (335 dólares), pero los que llevan más de dos años ganan 12 mil (380 dólares). Las mujeres ganan nueve mil (286 dólares al mes) porque trabajan menos”.
Aunque el salario de albañil y el suyo es prácticamente el mismo, prefiere evadir la extenuante jornada laboral en la obra.
En redes sociales Wan Lay se enteró de que, desde el día del golpe de Estado, decenas de birmanos que viven en Bangkok se juntaban cada noche a manifestarse frente a la representación de Naciones Unidas o a la Embajada de Birmania. No dudó en sumarse. Los primeros días las protestas fueron concurridas, pero con el paso de los días y tras un repunte de contagios de coronavirus la participación fue desapareciendo.
“Estoy muy confundido por mi país”, expone en tono sincero.
“Si me preguntas de dónde soy no sé qué decir. La gente no está en paz ni en su casa; de la nada te disparan. Eso no es Birmania”, se queja.
Recuerda el pasado 11 de abril como uno de los peores días que ha vivido en el corto tiempo que lleva en Tailandia. Esa fecha, tuvo que sufrir desde la lejanía la dura represión que azotó a su ciudad cuando las fuerzas de seguridad utilizaron explosivos similares a los que se utilizan en conflictos bélicos y dispararon con armas de grueso calibre contra los manifestantes que salieron a la calle a pedir la liberación de Aung San Suu Kyi y el restablecimiento de la democracia.
“En la tarde -explica- toda la gente empezó a compartir en redes sociales que el Tatmadaw había atacado a los manifestantes en Bago. Vi las fotos y los videos y comprobé que era real. Me preocupé porque mi hermana de 15 años participa en las protestas. Después comencé a desesperarme porque nadie de mi familia me respondía”.
Y es que para disuadir las protestas, el ejército cortó el suministro de internet y de energía eléctrica. Wan Lay asegura que esa fue una de las noches más largas de su vida, intentando desesperadamente y sin éxito comunicarse con su familia.
A la mañana siguiente los titulares de los medios nacionales y extranjeros confirmaban que la brutal represión del ejército había dejado al menos 82 civiles muertos en Bago.
Wan Lay relata: “Cuando hablé con mi hermana sentí alivio; ella participó en esas protestas y vio de cerca la violencia. Al menos cuatro personas, que yo identificaba de nombre o de cara, murieron esa tarde a manos de las fuerzas de seguridad. No sé qué futuro le espera a mi hermana que no puede ni ir a la escuela actualmente”.
Desde entonces la violencia castrense en contra de los manifestantes y de la sociedad civil no ha cesado en Birmania. La Asociación para la Asistencia de Presos Políticos asegura que desde febrero a la fecha (finales de marzo) han sido asesinadas por los militares al menos 738 personas. El número de manifestantes detenidos asciende a más de tres mil, y entre ellos se encuentran políticos, periodistas, estrellas de la televisión, influencers, modelos y activistas.
Actualmente escapar de Birmania es casi imposible y muy peligroso. El ejército birmano intensificó la seguridad a lo largo de toda su frontera y el primer ministro de Tailandia, Prayut Chan-o-cha (otro general golpista que se hizo del poder en una asonada militar en 2014) ordenó también aumentar la vigilancia. Prayut asegura que los birmanos no tienen motivo alguno para escapar de su país, y al igual que China, no ha condenado el golpe de Estado birmano.
Las esperanzas democráticas parecen acabarse. Apenas el 13 de abril pasado la ONU advirtió que el conflicto en Birmania -con una violencia creciente y enfrentamientos a los que se han sumado las guerrillas étnicas más importantes del país- puede convertirse en uno tan difícil de resolver como el de Siria.
Pese a un panorama así de oscuro, Wan Lay desea volver a su país. Guarda la esperanza de que la comunidad internacional voltee a ver lo que sucede en Birmania y ayude a restablecer la democracia.
“Volveré -dice- cuando todo esté bien. La situación en este momento es peligrosa. Pero quiero volver. Aunque aquí estoy bien, Tailandia no me gusta del todo”.
-¿Extrañas tu país?
-No siempre. Digamos que “cincuenta, cincuenta”. A veces pienso en mi casa y me pongo sentimental. No he llorado, pero sí estoy enojado.
-¿Crees que Aung San Suu Kyi llegará al poder?
-Antes tenemos que luchar.
DETRÁS DE LA HISTORIA
Conocí a Phyoe Wan Lay en una de las protestas en las que cientos de personas rechazaron el golpe de Estado en Birmania frente a la Embajada de este país en Bangkok. En cuanto me vio con la cámara documentando la manifestación se acercó a hablarme con su inglés limitado para explicarme las injusticias que estaban ocurriendo en su país. Comencé a hacerle preguntas y no dudó en contarme su historia. Le pedí su teléfono y desde ese día no deja de compartirme fotos, videos y noticias de las barbaridades que la junta militar birmana está cometiendo en contra de los habitantes de su país.
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