En el norte de Italia, justo ahí donde la pandemia por COVID-19 se ensañó desde el principio y en donde se concentra una tercera parte de las víctimas mortales de todo el país, viven alrededor de 163 mil migrantes provenientes de América Latina. Otros 14 mil estarían de forma ilegal. Esta comunidad, además de sufrir los embates del virus como el resto de los italianos, se enfrenta al calvario de sobrevivir a la pérdida del trabajo y a la incertidumbre y temor de una expulsión.
ROMA, Italia.- “¿Trabajo? De momento sólo lo hago para una familia donde hago la limpieza de su casa. Allí voy los miércoles. El resto de los días lo dedico a buscar empleo. Ayudo en la parroquia e intento resolver mis trámites aunque con poco éxito pues aún estoy indocumentada”, dice con una voz afligida la salvadoreña Karla Mariana, nombre ficticio elegido a petición suya por motivos de seguridad.
Con 44 años, esta mujer vive en un comuna suburbana de Milán, la capital de Lombardía. Esa rica región italiana, gobernada por el partido ultraderechista de la Liga, ha merecido los peores titulares sobre la pandemia del COVID-19 en Italia: según las cifras oficiales, ahí se han registrado hasta la fecha -29 de enero de 2021- 27 mil muertes, aproximadamente un tercio del total ocurridas en todo Italia. Su sistema sanitario colapsó en el comienzo de la crisis y aún no se repone del todo.
Y es precisamente en Italia -el segundo país de Europa con mayor número de víctimas mortales por COVID-19- en donde la población latinoamericana ha sido una de las minorías más golpeadas por la pandemia.
La comunidad latinoamericana, además, trabaja principalmente en el sector de los servicios a las personas y están más expuestos al contagio, advierte Jorge León, un afable salvadoreño que emigró a Italia en 1985 y que hoy dirige una asociación —ASAL es su acrónimo— que ha ayudado a decenas de salvadoreños durante la pandemia gracias al apoyo que recibe de la organización católica Sant’Egidio.
De acuerdo con un informe de la fundación italiana Iniciativa y Estudio en Multietnicidad (ISMU), los latinoamericanos fueron los extranjeros con la tasa más alta de contagios durante la etapa más crítica de la primera ola, en particular los ecuatorianos (4,2 por ciento del total de los miembros de esta comunidad residentes en Italia) y los peruanos (8,1 por ciento, el valor más alto en absoluto).
Desde entonces han surgido nuevos rebrotes entre la comunidad latina, que incluso han llamado la atención de los medios de comunicación italianos, como el ocurrido a comienzos de septiembre y que involucró al menos a 70 residentes peruanos en Roma. Todos aparentemente se infectaron en suelo italiano.
“La situación es muy difícil, he perdido casi todo. Una anciana para la que trabajaba no me ha vuelto a llamar y otra creo que ha muerto. Así nos hemos quedado casi en la quiebra. Mi marido es la única fuente segura de ingresos que tenemos”, abunda Karla Mariana.
La salvadoreña está en Italia desde hace un año, cuando su marido la “mandó traer”, como dice ella.
Las cosas no han salido como lo pensaba. Karla es una mujer que padece diabetes e hipertensión, pero no puede acceder gratuitamente a las pastillas que necesita, puesto que carece de un estatus migratorio legal.
Luego está su miedo a la policía. Evita cruzarse en la calle con alguna patrulla; prefiere no detenerse en la parada de autobús en la que debe esperar o dar una vuelta a la cuadra. Teme, sobre todo, que su hijo, que es joven y hombre, pueda ser detenido. Esa ha sido su mayor desgracia en esta pandemia. No ha tenido la suerte de poder regularizar su situación migratoria y recibir la documentación que les permita vivir tranquilos. “No sé qué pasará ahora”, confiesa.
Tenía cita en julio pasado. Y confiaba en un buen desenlace: su marido, que ya obtuvo el asilo, pensaba poner en marcha el trámite de la reunificación familiar. O eso al menos le habían dicho que podía hacer. Cuando Karla acudió a la Jefatura de Policía de Milán, un oficial le explicó que todo se había postergado por la pandemia. Su vida se fue al congelador. Otra vez la incertidumbre, el desasosiego, el limbo.
Karla entró en contacto con Jorge León Alfaro de ASAL, pero de momento no hay solución a su caso.
“El problema es que hay mucha gente como ella en esta situación. Personas que han tenido la mala suerte de que sus trámites quedaran en un limbo por la pandemia. Son muchos los que no tienen papeles”, comenta León Alfaro.
De acuerdo con datos del último informe Cáritas-Migrantes, en Italia hay unos 16 mil ciudadanos de El Salvador regularmente registrados. Es la séptima comunidad latinoamericana más numerosa en el país, detrás de peruanos, ecuatorianos, brasileños, dominicanos, cubanos y colombianos. Pero Karla Mariana no está en ningún conteo, es una invisible. León Alfaro insiste: “Los más expuestos no están en los censos y son muchos más”.
Nadie sabe cuántos indocumentados latinoamericanos viven en Italia. Según un informe de Polis-Lombardía serían alrededor de 14 mil 700 tan solo en Lombardía. Algunos representantes comunitarios creen que son mucho más. Y es que algunos migrantes, como aquellos provenientes de El Salvador, no necesitan visa para entrar a Italia. El hecho es que la gran mayoría de los latinoamericanos, como el resto de los migrantes, ha elegido el norte de Italia para vivir. Pasaron de 53 mil en 2001 a 163 mil en 2018.
A Milán se iba por la moda y las finanzas. El turismo -que ahora se ha desplomado- había crecido en los últimos años, en particular en el centro histórico de la ciudad. Ahí se ubica la pequeña plaza de San Fedele, en el centro de la cual se alza la estatua del escritor italiano Alessandro Manzoni, quien en su clásico de 1840, Los novios (I promessi sposi), relata la muerte y la psicosis provocada por la peste bubónica que asoló Lombardía en 1630.
“Es increíble, en el libro se narra cómo los más ricos salieron corriendo de la ciudad hacia sus casas en las afueras cuando se enteraron de la pandemia. Como pasó aquí (cuando estallaron los contagios del Covid-19)”, refiere Irsa Milagros Valliant, una cubana de 48 años nacida en Guantánamo, que vive en Milán y se ganaba la vida trabajando como guía turística. Meses después de que la pandemia golpeara duro en su ciudad adoptiva, vivió una increíble y casi grotesca coincidencia.
Cuenta: “En febrero del año pasado, días antes de que nos confinaran, yo me encontraba contándole la historia de esa antigua pandemia a un grupo de jóvenes estudiantes mexicanos que se encontraban en tour por Europa. Visitamos el castillo Sforzesco y luego estuvimos en la plaza de San Fedele. Me había preparado muchísimo para el tour. Fue mi último antes del confinamiento (masivo de la población, decretado en marzo y que duró unos dos meses)”.
Irsa señala ese día como el último de su vida anterior. Desde entonces ya no ha recibido a grupos de turistas extranjeros, y apenas trabaja. La razón es sencilla. La pandemia golpeó a China y a Europa la primera parte del año, luego se ensañó con Latinoamérica y siguió atormentando a España, desapareciendo con ello su mercado y su principal fuente de ingresos.
La cubana inmigrante no sabe qué va a hacer en el futuro. Recientemente ha organizado alguna visita guiada, pero para gente local. De momento vive de sus ahorros y evita dramatizar demasiado con la situación. “Hay que tener paciencia, mucha paciencia. Es una situación mundial”, repite.
De acuerdo con datos difundidos en junio de 2020 por la patronal de empresarios (Confindustria), la economía italiana perderá por la crisis sanitaria 180 mil millones de euros en 2020, de los cuales 61 por ciento (110 mil millones) resulta del desplome del turismo.
En tanto, datos del Fondo Monetario Internacional, revelan que el PIB de Italia cayó un 9,2 por ciento en 2020, afectado también por el sector turístico.
Otro dato demoledor: el sector hotelero cerró los primeros 10 meses del año con el 51,4 por ciento de la pernoctaciones perdidas respecto al mismo periodo el año anterior, según la asociación de hoteleros Federalberghi.
La auxiliar de enfermería boliviana Jacqueline Santos Ramos saboreó la noticia. Pocos días antes de que el 10 de mayo pasado caducara su contrato en el hospital de Bérgamo –en el que había estado trabajando durante la pandemia– supo que algunos compañeros de trabajo habían obtenido la anhelada renovación. Pensó que era la señal definitiva. Volvió a su casa y se lo contó a su marido.
Pero desde entonces han pasado meses y el hospital no la ha vuelto a llamar. Aunque no se arrepiente de la experiencia en el nosocomio, Jacqueline ha tenido pesadillas. Alguien le dijo que la continuación de su contrato fue rechazado porque, al ser la tercera vez que se lo renovaban, la ley italiana los obligaba a otorgarle un contrato a tiempo indeterminado, lo que evidentemente no querían. Por eso, también le sugirieron que denunciara su caso. Pero Jaqueline, aunque no sepa explicar bien por qué, no quiso hacerlo.
En la lucha contra el virus, en todo el mundo ha habido “soldados” combatiendo en la primera línea. Médicos, enfermeros y todos los operadores sanitarios de los centros de salud han dejado su esfuerzo en las unidades para pacientes contagiados por COVID-19. Entre estos héroes, en Italia hay numerosos latinoamericanos. Como Jacqueline, que trabajaba en el hospital de la ciudad italiana que en marzo y abril fue uno de los epicentros de la mortalidad causada por el nuevo coronavirus.
“Fue un balde de agua fría repentino y que no me esperaba”, cuenta, recordando su último día de trabajo. “Imagínate escuchar una y otra vez que eres un héroe, y luego que te digan que ya no te necesitan, que no te quieren. Fue un golpe para mí”, añade.
Cuando en 2018 perdió su trabajo con una familia que la había contratado, un mes después ya tenía uno nuevo. Ahora no. “Tras meses de búsquedas, todavía estoy sin trabajo. Está siendo mucho más difícil”, dice, y trata de encontrar una explicación: “Quizá se deba a que muchas residencias de ancianos (donde en Italia se produjeron muchos contagios durante la primera fase de la pandemia) ya no están recibiendo a nuevos huéspedes. Las familias se fían menos y los están atendiendo en casa”.
Según Foad Aodi, presidente de la Asociación de los Médicos Extranjeros en Italia (AMSI), es significativo el número de trabajadores sanitarios latinoamericanos que sufre, como otros colectivos de migrantes, de salarios más bajos y condiciones peores -como contratos que caducan en plazos muy cortos-, en particular en los hospitales privados del país. Y la pandemia ha acentuado estas situaciones.
“En Italia hay 80 mil profesionales no italianos que trabajan en el sistema sanitario nacional. Se trata de un colectivo en riesgo de explotación laboral, sobre todo en las estructuras privadas. Hemos llegado a saber de personas que cobraban siete euros la hora, si bien el contrato nacional en las estructuras públicas establece una cifra que es más del doble”, cuenta Aodi.
Desempleada, Jaqueline ahora depende económicamente de su esposo, quien trabaja en su mismo sector y la mantiene a ella y a sus tres hijos de 22, 14 y 7 años. Ha pensado mudarse a Génova, a 200 kilómetros de Bérgamo, donde al parecer hay un centro de salud que está buscando a personal de cualquier nacionalidad (todavía no tiene la italiana). Pero eso significaría separarse de sus hijos durante gran parte de la semana y afrontar las tensiones que la situación ya ha generado en la familia.
El recuerdo de lo vivido también la sigue afectando. En marzo, la primera en enfermar de su familia fue ella. Empezó a sentirse mal el 10 de ese mes y dos días después llegó el resultado de la prueba PCR: positiva a Covid-19. En ese mismo instante, Jacqueline tuvo miedo de que también los suyos se contagiaran. El presagio se volvió realidad.
Poco después la madre de Jacqueline, que vive en el apartamento debajo de su planta, también empezó a tener síntomas. Vómitos, dolor de huesos y también tos. El siguiente fue el padre, de 66 años, que en la fase más aguda requirió de ayuda para respirar. Pero Jacqueline no se desanimó. Se cuidó con medicamentos recetados por su médico de base, ayudó -como pudo- a sus padres, y el 29 de marzo, ya negativa en las pruebas, retomó su trabajo en la unidad para enfermos de Covid-19 a la que había sido asignada.
“Lo hice porque me necesitaban. El hospital estaba al límite, con poco personal y muchos trabajadores contagiados. Y los pacientes seguían llegando. Uno tras otro. Algunas noches se llegó a contar cuatro muertos a la vez”, comenta esta profesional de 49 años, originaria de La Paz. “Nos sentíamos satisfechos cuando lográbamos enviar alguno vivo a casa. Llorábamos de alegría”.
Otros fueron más desafortunados. Manuel Efrain Pérez, un médico peruano de 75 años, que prestó su servicio voluntario en una casa para ancianos de Módena, murió a causa del Covid-19 a finales de abril. También el sanitario Miguel Ángel Pachas, también originario de Perú y de 53 años que falleció en Milán. O Javier Chunga, un enfermero de Como, cuya vida interrumpida en agosto generó desazón en su comunidad, tal como reportaron los diarios italianos.
La mayor preocupación de Karla Mariana sigue siendo hasta la fecha obtener sus papeles. Luego de que le cancelaran la cita en la jefatura de policía, buscó la ayuda de una abogada. La asesoría le costó 300 euros aunque aún desconoce cómo y cuándo podrá encauzar nuevamente su trámite. En una ocasión, la abogada fue grosera con ella en el teléfono. Fue a pedir el asesoramiento de una oficina de la Cámara de Comercio de Milán, con la ayuda de María, una joven estudiante universitaria que llegó a Italia siendo niña.
Se conocieron en la parroquia de Milán que frecuentan. María, que habla bien italiano, le tradujo lo que le explicaban los funcionarios. No eran buenas noticias. “Le dijeron que su situación es muy complicada y que debería regresarse a El Salvador para entrar de nuevo a Italia. Pero eso es muy peligroso para ella. Es imposible”, puntualiza María.
A pesar de su carácter habitualmente alegre, Karla sintió que el mundo se le venía encima. Mucho más que lo vivido durante el confinamiento, cuando ella, su esposo y su hijo de 22 años dormían en la misma cama en una habitación de alquiler y se enfermaron del nuevo coronavirus.
“En El Salvador yo me contagié de chikungunya (una enfermedad viral que produce fiebre y fuertes dolores articulares) y mi hijo tuvo dengue. Pero nunca había sentido nada como esto”, explica.
Fueron 21 días de pesadilla en los que padecieron muchos de los síntomas que hoy se conocen como indicadores de una posible infección por Covid-19: dolor en el pecho, tos fuerte, pérdida de olfato y gusto. Pese a ello, nunca se hicieron una prueba, algo que, según Karla, se debió a que una vez llamaron al servicio correspondiente y nadie atendió, y luego ya no lo volvieron a hacer por miedo a que eso desencadenara algún control migratorio.
Karla Mariana sabe de desgracias. Antes de emigrar a Italia hace un año —fue el 17 de julio de 2019 cuando llegó, recuerda—, era otra persona. Literalmente. Se había construido una identidad nueva después de que unos pandilleros molieran a palos a su marido, jardinero de profesión, por haber visto algo que no debía, y tuvo que escapar del país y pedir protección en Italia. “Fue él quien tuvo la idea. Me dijo: ‘yo me voy, pero seguiremos en contacto. Tú di que me he ido y te he abandonado’”, relata.
Esa simulación duró cinco años hasta que no pudo más y decidió viajar a Italia.
El apoyo de las organizaciones es un rayo de esperanza. La pandemia ha sacado a la luz la gran capacidad de resiliencia de muchas comunidades, así como la solidaridad de organizaciones y grupos de latinoamericanos.
Isabel –una peruana que no quiere dar su verdadero nombre por miedo a perder futuros empleos– explica que su vida habría sido mucho más difícil sin la ayuda del activista también peruano Rudy Flores. “Estuve dos meses ingresada en una casa para enfermos de COVID-19 porque seguía dando positivo. Por eso perdí varios empleos. Incluso después de dar negativo algunos no me han vuelto a contactar”, señala esta mujer de 41 años que está a la espera de un contrato fijo que está tardando en llegar.
En el caso del boliviano Remy Guzmán, trabajador del sector de la construcción que vive en Bérgamo —ciudad donde hay un importante número de migrantes de esta nacionalidad—, el confinamiento le hizo perder un contrato de tiempo indeterminado: cuando estaba a punto de firmarlo, el gobierno italiano decretó el encierro masivo de la población. “Fue realmente una coincidencia nefasta”, relata este hombre de 43 años.
Quedó desprovisto de cualquier derecho derivado de su empleo. Algo que ahora le pesa enormemente, ya que tiene problemas de salud y trabaja en un sector de alto riesgo: las obras en techos. Hay más casos como el suyo. “Muchos ecuatorianos, en el momento del confinamiento, se encontraban de visita en Ecuador y no pudieron volver. Perdieron sus trabajos; fue un verdadero drama”, cuenta Antonio García, responsable de Unión de Solidaridad de Ecuatorianos en Italia, una asociación creada hace once años.
En este panorama, también nació Abrazo Latinoamericano, una red de asociaciones de ciudadanos originarios de esa región —en su mayoría afincados en el norte de Italia— cuya misión es la de ayudar a migrantes afectados por la pandemia. “Hemos intentado aportar nuestro pequeño granito, pues hay muchísimas situaciones de personas en dificultad que no salen fácilmente a la luz”, cuenta la psicóloga argentina Rosa María Cusmai, coordinadora del proyecto. “El reto, sin embargo, es muy grande”.
DETRÁS DE LA HISTORIA
Para escribir este reportaje tardé semanas en encontrar y convencer a migrantes dispuestos a hablar y contar sus historias. Varios dijeron tener miedo, en particular los sin papeles, y otros explicaron que todavía no se sentían preparados para hablar de tragedias que les han tocado de cerca. Algunos incluso renunciaron después de un primer contacto, tras saber que su testimonio iba a ser publicado por un medio. En el caso de Karla Mariana, la decisión de concederle el anonimato fue una exigencia imperativa, para protegerla a ella y a sus familiares en Italia y El Salvador.
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