Cada vez en más países de Europa, la colorida celebración mexicana del Día de Muertos es a su manera adoptada como suya. Aquí y allá, las procesiones y actividades que giran en torno a la manera en que honramos a nuestros difuntos se multiplican y muestran el gusto que encuentran los europeos en ella.
La ciudad de Tournai, en el noroeste de Bélgica, lleva ya tres años festejando a sus muertos a la mexicana gracias a una paisana: Kathy Contreras Manzanilla. Ella y su esposo, originario de ese lugar, organizan y producen el Festival la muerte que mata, un juego de sentidos que tiene como referencia una expresión (“de la mort qui tue“) que se usa en francés cuando se quiere exagerar que algo es bueno.
Entre el 20 de octubre y el 1 de noviembre, Tournai ofrece en múltiples sedes de la ciudad exposiciones, talleres, conciertos, conferencias, actividades de poesía y danza, una fiesta mexicana y un “cortejo-espectáculo” con temática de día de muertos.
Tournai es una de las ciudades más antiguas de Bélgica, país al que se integró tras la independencia de éste en 1830. Antes, Tournai pasó del control de una corona a otra. A lo largo de su historia perteneció a distintos reinados de Países Bajos y España, fue ocupada por británicos y holandeses, pero estuvo sobre todo dominada por Francia, con la que hace frontera.
Kathy Contreras llegó a vivir a Tournai -con su esposo y su pequeño hijo- en el año pandémico de 2020, después de dos décadas de residir en la capital belga, Bruselas.
“Desde hace tiempo tenía la inquietud de hacer algo sobre el día de muertos”, comenta. La primera vez que lo intentó fue en 2020. La mexicana tenía un evento ya planeado en un pequeño poblado de la región, Silly, pero éste fue anulado. En lugar de guardar en cajas el material que había preparado, se movió y consiguió el permiso para montar un altar de muertos en la vitrina de una galería.
Fue cuando conoció a los artistas del Collectif Garage que hizo posible -hasta ahora- la existencia del Festival la muerte que mata. “Son un grupo de grabadores que tienen sus talleres en la parte posterior de la Iglesia de San Nicolás. Nos echaron la mano y armamos un gran altar de unos cuatro o cinco metros. Su ayuda ha sido invaluable”, cuenta Kathy.
Esa primera edición ofreció conciertos y actividades en esas instalaciones.
El “cortejo-espectáculo”, como el festival lo presenta -y no procesión ni desfile-, llegó después. Para entender el por qué de esa diferencia de conceptos, es necesario conocer antes la formación artística de Kathy, que tiene mucho que ver.
Hija de un violinista de la Orquesta Sinfónica del Estado de México, ella estudió desde chica piano clásico. En 2001, Kathy viajó a París para continuar con sus estudios. Fue, dice, un periodo “de gran aprendizaje” en el que asistía casi todos los días a conciertos y exposiciones.
Al año siguiente se mudó a Bruselas para estudiar en el Instituto Jaques-Dalcroze, del que salió bajo el brazo con un diploma en pedagogía en rítmica y expresión corporal. Después cursó una maestría en artes del espectáculo en la Universidad Libre de Bruselas, en la cual definió más su enfoque artístico, al que sumó la danza y la expresión escénica.
Y es que esa ocasión se graduó con una propuesta -que sus profesores apreciaron por su originalidad- de teatro participativo mezclado con mitología prehispánica, la cual puso en práctica en un performance que organizó en 2012 en las calles del centro de Bruselas (y que también realizaría en Berlín durante una estancia de un año).
Su objetivo, explica, fue experimentar con los límites entre el ritual, que conlleva un cambio interior en los seres humanos, y el teatro, que puede considerarse un entretenimiento. Es decir, Kathy busca desde entonces obtener el efecto transformador del ritual a través del teatro participativo.
En esa época, ella y su esposo -un fotógrafo documentalista y profesor en la academia de bellas artes- comenzaron a producir obras de teatro bajo el sello de la Compagnie Achtli, la asociación sin fines de lucro que ambos crearon hace una década como un espacio multidisciplinario de expresión artística. En colaboración con el dramaturgo y profesor argentino Rodrigo Marcó del Pont, la pareja representaba en Bélgica textos del fallecido escritor mexicano Víctor Hugo Rascón Banda.
Así es que llegamos al “cortejo-espectáculo” del Festival la muerte que mata. Lo explica así la propia Kathy: “A mí me interesa el teatro participativo y de la calle. En Tournai tienen un enorme carnaval anual en el que el público camina por distintos lugares, pero siguiendo una historia que cambia en cada edición. Eso me gusta muchísimo. En nuestro cortejo, el público tiene la misión de ir al Mictlán (el inframundo en la mitología prehispánica), en donde van a encontrar a sus ancestros que se fueron para rendirles homenaje. Hay una gran diferencia entre una ‘procesión’, que tiene un gran sentido, pero no deja de ser un ‘desfile’, a algo que sí tiene una dramaturgia, una intención y varias etapas”.
Kathy cuenta un par de anécdotas que adquieren mucho sentido si consideramos el contexto de una cultura, la europea, para la que la muerte es un tabú y algo que de ninguna manera compagina con la fiesta, la alegría y el color. “Tenemos un altar -platica- donde pedimos a la gente que, como en México, coloque la foto de su difunto y las cosas que le gustaba comer y tomar. Algunas personas se han acercado para decirnos que es el único lugar donde pueden reunirse en familia alrededor de esta persona fallecida. Una señora con sus dos hijas pequeñas vino con las cosas del papá que tenía poco de haber muerto. Eso te pone la piel de gallina. Y es que el nuestro no es un altar sólo estético, está cargado de historias y de un sentido. Esa es la función de un ritual”.
Los habitantes de Tournai esperan ya con gusto el festival de día de muertos, afirma Kathy. “Tenemos mucha suerte de que todo mundo nos ha abierto las puertas. Ven que nos implicamos, que están bien hechas las cosas y que salen bien”, concluye.
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