Los europeos conocen las tortillas de harina tex-mex -fabricadas por marcas estadounidenses- que se encuentran en prácticamente todas las cadenas de supermercados. Pero no conocen las originales. Los franceses ahora podrán disfrutar de esa delicia gracias a que la hermosillense Deborah Torúa está por comercializarlas a gran escala en la región a donde llegó a vivir hace más de una década, Bretaña… y quién sabe si después más allá.
CHÂTEAUBOURG, Francia.- Podría decirse que todo empezó con una buena causa. Una paisana de la Ciudad de México había escapado con su hijo pequeño del hogar familiar en el norte de Bretaña para así evitar el maltrato de su esposo francés. La mexicana, sola, sin hablar francés y sin posibilidad de salir de ese país con el bebé, vivía en un cuarto que le había provisto una asociación de ayuda a víctimas de violencia conyugal.
La historia llegó a oídos de la sonorense Deborah Torúa, que no permaneció indiferente ante la desgracia que pasaba aquella mujer. Era octubre de 2020 en plena pandemia. “Cuando hay un problema me lo cuentan porque saben que voy a hacer algo para ayudar”, comenta desde la terraza de una cafetería en Châteaubourg, una localidad localizada a 30 minutos de Rennes, la capital de Bretaña, la provincia en la punta noroeste de Francia.
Lo que hizo Deborah fue juntarse con otra vecina mexicana y organizar una venta de comida típica en beneficio de la paisana en dificultades. Como quería ofrecer algo del norte de México cocinó chilorio, que acompañó con las tradicionales tortillas de harina de Sonora que ella misma preparó.
Tal acción de solidaridad tuvo doble recompensa: por un lado, se lograron recaudar mil euros en la campaña y, por otro, más personal e inesperado para Deborah, sus tortillas resultaron todo un éxito. “Ese -dice ella- fue el déclic” o, en buen mexicano, el momento en que le cayó el veinte.
Hermosillo
Deborah tiene 42 años. Nació en Hermosillo, la capital del estado de Sonora, en donde estudió primero la carrera de teatro y luego la de ciencias de la educación. Su pasión es actuar, pero también dar clases de ese arte a niños.
Vive con su esposo francés, Olivier, y sus tres hijos en Châteaubourg, de donde él es originario. Deborah lo conoció en 2004 a través de un sitio de internet en el que ella buscaba conocer europeos que hablaran español, ya que entonces estaba a punto de hacer un viaje a España de mochila al hombro con una amiga suya.
Su ahora esposo Olivier trabajaba en el sector de la logística y tenía un viaje planeado a Perú de dos semanas, pero cambió su boleto y se fue la segunda a Hermosillo para poder verla. “Cuando se fue me dijo que en tres meses regresaría para quedarse a vivir”, recuerda la mexicana. Y lo cumplió. Él primero encontró un trabajo de profesor en la Alianza Francesa y luego en una empresa de logística. En ese lapso decidieron vivir juntos y formar una familia.
Olivier consiguió un nuevo empleo y se tuvieron que mudar a la Ciudad de México. Corría el 2010 y tenían ya un hijo de tres años y medio y un bebé de dos meses. Ella tenía pensado dedicarse a la familia, pero su entusiasmo por el teatro le ganó. Con dos amigos suyos de Hermosillo fundó una compañía de teatro infantil de marionetas. Todos los fines de semana daban funciones en centros comerciales y también en escuelas.
Después de un tiempo, sucedió lo que a muchas parejas binacionales en situación similar les ocurre: aparece la incómoda silueta del futuro. Además de no estar a gusto en el trabajo, su esposo no había tenido en México contratos que garantizaran su jubilación y otros derechos franceses, muy superiores a los mexicanos. Por eso, por ejemplo, la familia tenía que pagar un caro seguro médico. “Cuando eres joven y no te enfermas, no lo ves. Pero cuando creces y tienes hijos, ya es otra cosa”, reflexiona Deborah.
En paralelo, el cáncer de la violencia y la inseguridad se expandía en el país. Para esa época “la guerra contra el narcotráfico” ya estaba generando un baño de sangre. “Vivía en Coyoacán y la escuela de mis hijos estaba al lado -explica Deborah-, pero andaba siempre muy estresada por la inseguridad. No me gustaba ir con mis hijos al parque. Me la pasaba con un ojo aquí y otro allá”.
Sus amigos y familiares le decían que ni lo pensara y se fuera a Francia, en donde ella había estado sólo una vez en 2009 de vacaciones. “Me gustó, pero yo no quería irme. Los que se irían -respondía en sus adentros- no eran ellos”. No pasó mucho antes de que cambiara de opinión. La inseguridad fue lo que finalmente la motivaría a dejar México: “Me dije, ‘ya no, vámonos’”.
La llegada
Deborah llegó a Francia en julio de 2012. Pensaban instalarse en Rennes, que con 365.000 habitantes en su zona metropolitana es la segunda ciudad más grande de Bretaña después de Nantes. Pero por una cuestión de trabajo fue mejor llegar a la espaciosa casa de su suegra en Châteaubourg, donde viven menos de 8.000 personas. “Llegar de la Ciudad de México a Châteaubourg fue un giro radical. Me frotaba los ojos para poder creerlo. En las noches me angustiaba mucho que no se escuchara ruido afuera”, cuenta con buen humor la hermosillense, quien también recuerda cómo le sorprendía que todo estuviera cerrado esos días de verano.
Lo que siguió fue un continuo proceso de adaptación. Deborah estudió francés, pasó su licencia de conducir y, apenas dos años después de su llegada, empezó a dar clases en el Conservatorio de Música y Arte Dramático de Vitré, una localidad a 20 minutos de su casa, y entró como reemplazo en una escuela maternal. Poco después se hizo directora de una asociación de teatro y aprobó un difícil concurso de auxiliar de maestra. La mexicana siempre estaba ocupada.
Y llegó la noticia de su tercer embarazo. “Ahí paró todo”, platica la mexicana. Tras el parto tomó seis meses de maternidad… y comenzó a preguntarse qué haría después. Se le ocurrió montar su propia empresa de organización y decoración de fiestas y eventos. A principios de 2020 estaba ya lista para arrancar su proyecto. Pero la pandemia del coronavirus y el confinamiento masivo de la población le tiró todo. “Estuve un año sin vender un sólo euro. ¡Nadie hacía fiestas!”, todavía se acuerda.
El consejo de mamá
Luego de aquella venta de comida para recaudar fondos que ayudaran a la paisana violentada por su marido, a Deborah se le cruzó por la cabeza abrir un negocio de auténticas tortillas de harina de su tierra, tal como se lo había aconsejado su madre cuando todavía estaba en México. Nada más pensar en todo lo que implica vender comida en Francia, se sacudió la idea.
Pero si el COVID le había quitado una oportunidad -la del negocio de las fiestas-, le dio otra. Resulta que a causa de la situación de emergencia sanitaria, la autoridad facilitó los trámites para que quien quisiera pudiera vender comida a domicilio. Deborah tomó un curso por internet sobre higiene alimentaria que duró tres semanas, de tal forma que el 1 de mayo de 2021 -recuerda muy bien la fecha- obtuvo el permiso para hacer sus tortillas de harina en casa y poderlas vender a particulares. Ahí nacieron Les tortillas de Sonora, el nombre de su empresa.
Hay que decir que en los supermercados europeos es común encontrar paquetes con tortillas de harina, pero de marcas estadounidenses, ligadas a la comida tex-mex y hechas con ingredientes industriales. “Mis tortillas son frescas y no tienen conservadores ni aditivos”, comenta orgullosa la sonorense. Además usa harina orgánica local y manteca de cerdo de Bretaña o aceite de oliva español, también orgánico. Sus tortillas son un producto tradicional de alta gama.
Con el transcurso de los meses el negocio fue prosperando. Sus clientes pasaron de ser únicamente mexicanos a franceses. También la empezaron a contactar restaurantes y comercios de alimentación, a los cuales no podía abastecer por cuestiones sanitarias, ya que no disponía de un espacio -llamado “laboratorio”- que cumpliera las normas de higiene en vigor (estar herméticamente sellado o tener muros, techo y suelo lavables).
Deborah se lanzó a lo grande. Contactó a organismos de comercio de su región que le ayudaron a realizar su plan de negocios, acceder a programas de impulso empresarial y obtener un préstamo bancario. En la entrada a Vitré -donde tiene conexión a las carreteras- rentó un local de 200 metros cuadrados -70 de ellos de puro laboratorio- en el que instalará toda su producción y de donde repartirá en camiones refrigerados.
Las máquinas para hacer las tortillas las adquirió en México. Son cuatro con las que arrancará. Fue un lío encontrar las correctas.
Explica: “Hay muchas empresas mexicanas que las venden, para tortillas de maíz y para harina, pero pocas tienen certificado europeo. Te dicen que tú las puedes certificar por tu cuenta, pero pregunté a los aduaneros franceses y me dijeron que lo mejor era encontrar una empresa acostumbrada a hacer envíos a Europa. Las máquinas costaron el doble, pero no corres el riesgo de que no cumplan con las normas europeas, no pasen el control de la aduana francesa y se pierda todo”.
Deborah está en la recta final. Tiene planeado comenzar esta nueva aventura durante el verano, una vez que lleguen las máquinas de México y un técnico de la empresa las calibre y los instruya en su utilización. “Yo ya estoy pidiendo los empaques, viendo el diseño y la página de internet”, contaba entusiasmada el día de la entrevista. Los clientes empiezan a hacer fila. Un restaurante muy caro de Saint-Tropez, un balneario de la Costa Azul, quiere comprar cada semana dos mil de sus tortillas. Se le han acercado también propietarios de tiendas de productos mexicanos y también personas interesadas en distribuir su producto a otros países europeos.
Por lo pronto, Les tortillas de Sonora se quiere concentrar en el mercado regional. Deborah tiene total confianza en su producto: “El francés ya conoce la tortilla de harina, pero no conoce la original”. Y es que para ella el motor que mueve todo es la satisfacción que le provoca mostrar un producto auténtico de su tierra.
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