Julio 3 / 21
Hay días en que Sonia Perdomo pasa el día entero sedada para soportar el dolor en su espalda, hombros y brazos. Eso le dificulta no sólo levantarse y preparar algo de comer, sino también salir a buscar trabajo. Nunca se imaginó cómo las punzadas agudas y el entumecimiento podrían complicarle labores tan sencillas como calentar agua para café o simplemente tomar una ducha. Tampoco imaginó la ansiedad que acompaña una enfermedad crónica: la presión por saber que los pendientes para ganarse la vida se acumulan a medida que las capacidades físicas disminuyen.
Sin embargo, más que su cervicobraquialgia crónica —que le ocasiona esos dolores inmovilizantes en los hombros y los brazos—, más que la hernia en su columna baja y aún más que el saber que todos estos daños a su sistema muscoloesquelético los cargará de por vida, a Sonia le duele que la maquiladora textil para la que trabajó por seis años la haya desechado como un juguete roto en medio de la pandemia, cuando ya no pudo ser igual de productiva a causa de sus malestares físicos, causados por años de movimientos repetitivos.
“Fue difícil cuando el médico me dijo ‘tienes que aprender a vivir con ese dolor’. Es difícil ver a mis hijos, llorando a mi lado, cuando estoy tirada en la cama”, explica Sonia, entrevistada en su pequeña casa en Chamelecón, un poblado de San Pedro Sula, el sector industrial más importante de Honduras.
Sonia es una de varios empleados de maquiladoras textiles despedidos durante la pandemia. El común denominador en este periodo fue el traslado de la incertidumbre y la presión laboral hacia los trabajadores, los eslabones más vulnerables de la cadena.
Pero a su vez, los casos en Honduras no son sino un reflejo local de los abusos manifestados por obreros en los distintos países donde la manufactura textil juega un papel significativo, según ha podido documentar el proyecto RMG Collectivo, financiado por la National Geographic Society.
Si en Honduras hubo despidos injustificados, en Bangladesh los trabajadores denunciaron un aumento en la exigencia de la productividad a costa de su salud, en Sri Lanka se incrementó el acoso sexual de los supervisores varones a las trabajadoras y en Los Ángeles la pandemia se sumó al rezago de un sistema que no cuenta con salario mínimo. Finalmente, en Birmania (Myanmar) al menos tres trabajadores murieron al ser reprimidos a tiros cuando reclamaban salarios caídos.
Aquí se describen estas historias.